Vivimos en una sociedad que se ha convertido en una auténtica caza de brujas, fomentada por algunos medios de comunicación y, sobre todo, por las redes sociales. Observo, con preocupación, cómo se censuran o se retiran de circulación películas, obras de teatro e incluso cómics del pasado que ya forman parte del acervo cultural de varias generaciones. Estamos inmersos en la tiranía de la corrección política, donde para designar la raza de una persona, el color de su piel o su orientación sexual debemos de utilizar eufemismos disparatados para evitar herir sensibilidades.
En pocos años hemos visto con asombro, al menos por mi parte, un fenómeno muy acertadamente descrito por el periodista británico Douglas Murray al denunciar que en esta sociedad de valores difusos algunos aspiran a presentarse como víctimas porque así creen elevarse moralmente por encima de los demás y les sitúa al margen de cualquier razonamiento. Pero como recuerda Murray, “la víctima no siempre tiene razón, no siempre merece elogio y, de hecho, no siempre es víctima”. Es más, ha proliferado una industria del victimismo que ocupa todos los espacios públicos y que se ha convertido en una forma de vida para miles de supuestos ultrajados, con capacidad para censurar todo lo que no comulgue con su sesgado ideario, incluso hasta los tebeos.
Alimentar y promover las polémicas
Tal vez la eclosión de las redes sociales, que como se ha demostrado generan más tráfico en sus canales al alimentar y promover las polémicas, ha propiciado que las personas se comporten de una forma más irracional, rebañega y gregaria, manipuladas por un reducido puñado de empresas tecnológicas de Silicon Valley con poder suficiente para influir en la opinión de la mayoría del mundo (sólo Facebook tiene más de 2.700 millones de seguidores, es decir, que si fuera un país sería el más poblado, a mucha diferencia del segundo) e incluso para condicionar los resultados de unas elecciones democráticas, tal como han denunciando en los últimos meses algunos de los antiguos empleados de estas corporaciones.
Esta nueva sociedad inquisitorial más propia del medievo, y en la que ejercen como sumos sacerdotes los internautas más zafios y los grupos victimizados, propicia que las voces discordantes terminen linchadas en las plazas virtuales de las redes sociales, para regocijo de las manadas de legos incapaces de razonar y contrastar otros criterios.
Estas jaurías online, al final, consiguen amedrentar a empresarios y directivos, quienes hemos abandonado un espacio de opinión tan vasto como es el social media ante la incapacidad de defender nuestro punto de vista, nuestro análisis de la realidad y nuestros valores al vernos imposibilitados de mantener un debate civilizado. En esta palestra virtual ya no ganan los más ilustrados sino los histéricos sectarios que consiguen hacer más ruido y obtener más seguidores necesitados, no de argumentos, sino de espectáculo. El nivel de manipulación es tal que muchas veces la controversia no la ha provocado el mensaje en sí, sino la interpretación interesada del mismo realizada por terceros con ganas de dañar el prestigio y la imagen de una compañía.
Poner en valor la labor de las empresas
Como destaca Murray a modo de aviso, “tenemos un problema porque lo único que llama la atención en Internet es la vida de los otros en sus peores facetas. Eso es oro puro para una red adicta al linchamiento y el regodeo en la desgracia ajena”. En este hábitat, en el que por lo general se vilipendia el papel de los empresarios y directivos incluso cuando se trata de resaltar una labor social (acuerdénse de las polémicas por las millonarias donaciones del fundador de Inditex), muy pocos se atreven a poner en valor la labor de las empresas por temor a sufrir un escarnio público, tal como he sido testigo en varios casos. De ahí que sólo queden unos pocos ejemplos de valientes, inmunes al desaliento, con la osadía suficiente de transmitir la visión de la clase empresarial en las redes sociales pese a la estolidez imperante de las infantiloides turbas fanáticas.
No puedo estar más de acuerdo.
Exacto, preciso, atinado.
Amén
Claro como el agua.