Como muchos de ustedes saben, los Premios Castilla y León Económica cumplen este año su décima edición y durante este tiempo se han presentado 747 candidaturas. Si les pregunto cuál de las 8 categorías ha concentrado más proyectos, seguro que muy pocos pensarán que ha sido Producto Más Innovador (les confieso que también el jurado se muestra sorprendido de este dinamismo innovador).
Causa extrañeza que edición tras edición el mayor número de aspirantes a nuestros galardones se presenten al Producto Más Innovador debido a la imagen conservadora que tenemos de Castilla y León, en general, y de las empresas, en particular. Pues bien, al margen de las estadísticas y de los datos regionales sobre la I+D+i, en esta tierra tan tradicional se innova más de lo que creemos, aunque por supuesto que nos queda mucho recorrido. Así, edición tras edición recibimos sorprendentes proyectos en campos tan diversos como la agroalimentación, las Tecnologías de la Información, la biotecnología, la sanidad o las APP’s, entre otros sectores.
Ya nadie discute que la prosperidad depende cada vez menos de los recursos naturales (ahí tienen a Venezuela) y cada vez más de una sociedad que promueva las mentes innovadoras (como EE UU, Israel, Corea del Sur o los países nórdicos). Y la innovación no significa diseñar rompedores productos, que también, sino que se aplica a todas las áreas de la empresa, incluido el modelo de negocio. De hecho, no hay nada mejor que una gran crisis, como la que acabamos de sufrir, para reinventar las empresas, algo de lo que hemos tenido sobrados ejemplos en los últimos años.
Buen sistema educativo
¿Y por qué un territorio es innovador y otro no? Pues según los expertos, la innovación se consolida en aquellas zonas donde existe un buen sistema educativo, incentivos fiscales para estimular la investigación, fuerte relación entre el ámbito universitario y empresarial con proyectos comunes enfocados al mercado, nulas trabas burocráticas, mecanismos financieros que apoyen esos proyectos como el capital riesgo y políticas que favorezcan la movilidad y, sobre todo, la atracción del talento. Un ejemplo mundialmente destacado es el archiconocido Silicon Valley, que sigue siendo una referencia y nadie aún ha conseguido imitar porque para ello se necesita una sociedad disruptiva, capaz de promover constantemente nuevos empresarios innovadores. De aquellos valores de la Contracultura de la Coste Oeste han surgido varias generaciones de revolucionarios emprendedores.
Otro aspecto básico que ayuda a consolidar una cultura innovadora es la tolerancia al fracaso, porque como decía Churchill, “el éxito es el resultado de ir de fracaso en fracaso, sin perder el entusiasmo”. Lamentablemente, en estos pagos un descalabro te estigmatiza de por vida.
Recientemente compartía estas reflexiones con un veterano y exitoso empresario de Castilla y León, quien con una implacable dosis de realidad comentó: “aquí un chaval no podría iniciar su negocio en un garaje -como pasó con HP o Apple– porque sería ilegal, le caería una multa de órdago por denuncia de un vecino y si le quedan ganas de constituir la empresa, tardaría meses y gastaría mucho dinero y esfuerzos. Además, ni sus padres, ni sus familiares ni sus amigos le darían ni un euro para la aventura, y mucho menos un banco, que huyen del riesgo como de la peste. Al final, ese emprendedor joven e innovador dirá a la porra, y terminará yéndose de cañas con sus amigos, que en eso sí somos una potencia mundial”. Al margen del hiriente sarcasmo, no le falta razón, aunque, por el bien de nuestro desarrollo económico, confiemos que por poco tiempo.