La crisis cambia el paisaje playero

Por: Alberto Cagigas
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Pues sí, la crisis también ha cambiado el paisaje playero en esta agónica España. Me explico: en los años de bonanza, a la hora de la comida se registraba una peregrinación desde los arenales de nuestras infinitas costas a los chiringuitos más cercanos. Si te retrasabas, tenías que esperar una fila más larga que las que colapsan el Inem hoy en día. Estos templos veraniegos de la cocina española, que inmortalizó Georgie Dann en su exitosa canción himno de la época estival, trabajaban a destajo porque todavía no habían abandonado las mesas las huestes españolas, cuando ya llegaban los extranjeros para cenar a media tarde, que ya se sabe que de los Pirineos para arriba tienen unos horarios culinarios muy raros. Entre desayunos, comidas, meriendas y cenas, los chiringuis trabajaban casi a tres turnos.

Pero esas escenas se acabaron, y ahora recuperamos otras más propias de nuestra niñez. Como a los hispanos no nos quita nadie las ganas de disfrutar de sol y playa, ponga como se ponga la prima de riesgo, ahora vamos con las neveras de plástico, acompañadas de las consabidas sombrillas, sillas y tumbonas. En la última quincena de julio he observado atónito esta transformación, con las familias españolas, ya no pidiendo vez en los ahora casi vacíos chiringuitos, sino haciendo todos los días una auténtica mudanza para ubicar en primera línea del mar todos los cachivaches playeros. Como somos una potencia mundial en gastronomía, en las susodichas neveras no había unos sencillos sandwiches o bocadillos, no, sino platos elaborados de todos los tipos, desde la inevitable ensaladilla rusa, hasta guisos marineros, pasando por bocartes rebozados, tortilla de patata y hasta cangrejos en salsa. Y para acabar, postres caseros y fruta, a elegir, porque hasta he visto a una manada -perdón, familia- de españoles transportar una sandía que debía de pesar más de cinco kilos. Esas humildes neveras contienen una amplia oferta culinaria más extensa que la carta de muchos restaurantes con estrellas Michelin. Y es que en España, como en verano tenemos luz hasta más allá de las 22,00 horas, las familias tienen que organizar la logística del aperitivo, la comida, la merienda de los niños y la cena para todos; y ese todos puede incluir a tres generaciones cobijadas en la misma sombrilla. Y las viandas, cómo no, regadas con una amplia selección de bebidas, que incluye refrescos, cervecitas, el consabido tinto de verano, limonadas y algún que otro aguardiente para los combinados de la sobremesa.

Al acto de la ingesta alimenticia le damos mucha importancia en esta parte del sur de Europa, por lo que he visto también montadas sillas y mesas en la playa con tal primor que ya quisieran para sí en el Palacio de Buckingham, y toldos de mayor tamaño que las jaimas de los príncipes árabes en el desierto. Todo un espectáculo que demuestra que, cuando nos ponemos, a los españoles no nos gana nadie ni en eficiencia ni en I+D+i, al menos cuando llevamos chanclas. Eso sí, en la costa española nadie hará negocio en estos meses, ni los chiringuitos ni los incansables vendedores ambulantes que intentan vender sin éxito a pie de toalla una lata de bebida o un cucurucho de camarones, pese al constante griterío de su oferta, que llega a ocultar el rumor de las olas y sobresaltar a las adormecidas familias tras el pantagruélico banquete. Estampas de la España actual que parecían superadas.

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