Españoles, de viaje, por el mundo

Por: Alberto Cagigas
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No es un análisis sobre macroeconomía, ni un artículo sobre gestión empresarial. Se trata de nosotros, los españoles, de viaje, por el mundo.

Escena 1.
Parada técnica del autobús para que los viajeros puedan tomar un refrigerio e ir a los servicios. El aparcamiento ofrece vistas sobre una hermosa costa. Un japonés, de otra excusión, hace fotos y sin quererlo inmortaliza a una familia española, que se cruza por el objetivo de su cámara. El nipón se excusa y pide disculpas agachando la cabeza en un gesto tan característico de una cultura que todavía no ha perdido ni las formas ni el respeto a los demás. “No importa”, espeta la madre del clan hispano, “si quieres, haznos otra foto”. El asiático, divertido, les saca otro par de instantáneas. La familia se va mientras que la madre dice sonriendo al fotógrafo japonés: “pero mira que es majo ese Fukushima“. El nipón tuerce el gesto, como preguntándose si realmente ha oído la palabra maldita que ha parecido entender.

Escena 2.
En vez de una escena, sería más propio hablar de una saga fílmica, al estilo de la trilogía de El Señor de los Anillos, que dura más de nueve horas. Por circunstancias que no vienen al caso, el viaje en autobús entre dos países se alarga más de ocho horas. Durante todo el trayecto, y creánme que cuando digo todo es todo, un turista, del que me entero que es repartidor de una panadería, no para de hablar. Salta de un tema a otro sin solución de continuidad. En su discurso analiza: historia de España (“mira si somos apañados los mañicos, que el Reino de Navarra nos dejó un trozo de tierra y fuimos capaces de levantar el Reino de Aragón”); macroeconomía (“nos quedan todavía varios años de crisis, eso está muy claro”); consecuencias de la crisis (“yo ahora hago el reparto en la mitad de tiempo porque ha descendido mucho el tráfico por la ciudad ya que casi todo el mundo está en el paro. Si no me pilla el semáforo de El Corte Inglés, voy del norte al sur de la ciudad en menos de quince minutos”); política exterior (“en la República Checa todos los políticos van en Skoda, mientras que en España ningún gobernante tiene como coche oficial un Seat, y así nos va”); Derecho Comercial (“en España, quien quiere, no paga, y no pasa nada; no es como en Alemania o Francia. Aquí, si una empresa no funciona, te haces acreedor y ya está”); el Estado de las Autonomías (“a mí eso de las fronteras entre las regiones me da igual, pero me sé unos chistes sobre catalanes muy buenos” -y, cómo no, los cuenta-). Después de varios temas más, por fin diserta sobre la calidad de los diferentes panes, pero el autobús llega a los hoteles en el ocaso de la tarde y apenas le da tiempo a meterse en harina -valga la expresión-. Lástima, es el único asunto que realmente me interesaba.

Escena 3.
Estamos en una ciudad donde todavía son visibles los horrores de la guerra, con edificios llenos de cicatrices por los balazos y las bombas. Sólo han pasado 16 años de la masacre, pero el pequeño país ya empieza a recuperarse y borra las huellas de los enfrentamientos bélicos, salvo que en algunos idílicos campos no hay plantadas ni hortalizas ni árboles frutales, sino infinitas lápidas de los que fueron abatidos. Entramos a comer en un restaurante y voy al servicio a lavarme las manos. Observo que un viajero del autobús está dando golpes al grifo. Le digo que es automático, que sólo tiene que poner las manos debajo, junto a la célula fotoeléctrica, para que salga el agua. “Manda huevos, con todo lo que tienen que arreglar y se dedican a poner estas chorradas”, apunta.

Escena 4.
Fila de autobuses para cruzar una frontera entre dos países hermanos que estuvieron en guerra hace sólo 3 lustros. Hay autocares con turistas de varias nacionalidades. En el nuestro, los viajeros piden que abran las puertas para estirar las piernas, fumarse un pitillo y aliviar la vejiga en unos arbustos, cosa que nadie hace en el resto de los autobuses. Sale una policía del puesto fronterizo y nos dice que nos metamos en el vehículo, que ahí no se puede estar. Los españoles, muy dignos, empiezan a protestar y quejarse, pero la policía es inflexible y ordena, ya de forma más seca, que subamos al autobús. El resto de autocares pasa sin problemas, a nosotros nos piden el pasaporte para escanearlos en la aduana y comprobar que todos los datos son correctos. 80 minutos después, pasamos la frontera.

Escena 5.
En el aeropuerto, el personal, que es femenino, factura las maletas con diligencia. Todos tenemos ganas de volver a nuestro país y acortar esos minutos basura que representa el tiempo de espera antes de subir al avión. Un turista español piropea con énfasis y desparpajo a la joven eslava que le acaba de dar los billetes: “gracias, guapa, preciosa”. No pronuncia la y entre los dos epítetos, pues estaría toda la tarde lisonjeándola. Ella sonríe, tímida pero coqueta. Pese a su belleza, intuyo que nadie, en su país y en su áspero idioma, la había piropeado antes así. Seguro que esa noche, al acostarse, la almohada le devuelve los ecos de esas bellas palabras: “guapa, preciosa”.

¿Te atreves a compartir con nosotros escenas protagonizadas por españoles, de viaje, por el mundo?

4 comentarios

  1. Asi es, y si bien estoy orgulloso de ser español, cuando viajo al extranjero y coincido con españoles gritando en aeropuertos, museos y restaurantes, procuro hablar ingles….

    Un saludo

    1. Hola Javier:
      Yo también estoy orgulloso de ser español, para lo bueno y para lo malo. Cada pueblo tiene sus virtudes y defectos, que relucen más cuando se viaja porque nos convertimos en unos niños grandes, tan inocentes como fanfarrones.
      Gracias por tu comentario.

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