Viajé a Rusia con la curiosidad de ver en primera persona cómo había evolucionado una sociedad que hace sólo 20 años dio carpetazo a un sistema comunista después de 7 décadas. Tenía dudas sobre si esa transformación histórica ya no tendría marcha atrás y sobre si aún permanecían los rescoldos del modelo bolchevique; sobre todo ahora que el capitalismo internacional atraviesa por una de sus peores épocas y por las revueltas sociales en los países árabes, Europa y Sudamérica. Lo que vi despejó cualquier incertidumbre.
Coches de gama alta, sobre todo alemanes -quienes no consiguieron conquistar el territorio ruso en la Segunda Guerra Mundial, pero que ahora les han invadido con sus automóviles-, tiendas de lujo de los principales diseñadores, galerías comerciales en edificios históricos que ya quisieran para sí las mismísimas Londres y París, restaurantes de postín, suntuosos hoteles con servicio de habitaciones donde ofrecen caviar beluga y los mejores champanes franceses, carteles publicitarios por doquier, bellas mujeres vestidas para atraer las miradas, joyerías con piezas deslumbrantes, guardaespaldas apoyados en berlinas, cómo no, alemanas.
Nuevos ricos
A los rusos les gusta ganar dinero, pero sobre todo les gusta gastárselo y hacer ostentación de riqueza, y más al sexo femenino que al masculino. Son los nuevos ricos de Europa y no disimulan. En cierto modo, me recuerdan a la España de antes de la crisis, la del crecimiento por encima del 3%, cuando nos llegamos a creer, con soberbia, que éramos la economía más dinámica de la UE.
Sé que es una temeridad hablar de la sociedad rusa habiendo visitado sólo sus 2 principales ciudades (Moscú y San Petersburgo), ya que es el país más grande del mundo, con una extensión de 17 millones de kilómetros cuadrados -más de la novena parte de la tierra firme del planeta-, así que no tengo ni la menor idea de lo que ocurre en otras zonas tan alejadas como Siberia; pero lo cierto es que en esas ajetreadas urbes están las élites (políticas, económicas y financieras) de la nueva Rusia y su influencia sobre el devenir de este gigante es determinante.
Siempre he sentido pena por el pueblo ruso influido por la lectura de sus clásicos (Tolstói, Dostoyevski, Pasternak y la insuperable versión cinematográfica de David Lean sobre su novela Doctor Zhivago) y por su trágica historia. Sometido al despótico régimen de los zares, pasó sin solución de continuidad a un comunismo que empezó, como todas las revoluciones, con unos ideales lícitos en aquel contexto histórico, pero que acabó volviéndose contra el pueblo que pretendía defender. En el siglo XX ninguna sociedad ha enterrado a tantos muertos como la rusa por el aniquilador enfrentamiento contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial y los pogromos de Stalin.
‘Carpe diem’
Ahora dan la sensación de que se quieren desquitar de todos esos sinsabores, que abandonan el régimen soviético para entregarse al carpe diem, que confían en recuperar el tiempo perdido, la infancia robada por una doctrina igualitaria que terminó hundiéndoles en la mediocridad.
Pasar de leer a Marx a consultar los catálogos de las principales marcas de lujo no es un ejercicio para sentirse orgullosos, pero están en su derecho, anhelan ser felices por primera vez en su historia. Ya les llegará el momento del hartazgo de un consumismo sin sentido, pero ahora están descubriendo los nuevos juguetes de las sociedades opulentas con la ansiedad y la ingenuidad de un niño.
En la bella y grandiosa Plaza Roja de Moscú paso junto al mausoleo de la momia de Lenin -me niego a entrar, para fiambres humanos me quedo con la de Ramses II en El Cairo- y en San Petersburgo insisto en ver el Acorazado Aurora, cuyos cañonazos dieron inicio en 1917 al ataque bolchevique contra el Palacio de Invierno, frente a cuyas puertas fueron aniquilados miles de trabajadores y campesinos en 1905. ¿Qué pensarían el primer dirigente de la Unión Soviética y aquellos marineros si vieran hoy en qué ha terminado tanto sacrificio de vidas humanas?