De la reciente reforma laboral, hay un aspecto que ha pasado bastante desapercibido y que en mi opinión es una de las novedades más importantes: la capacidad de las administraciones públicas para presentar un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) cuando aduzcan nueve meses de “insuficiencia presupuestaria sobrevenida y persistente”.
Si echamos cuentas, desde las pasadas elecciones autonómicas y municipales celebradas en mayo de 2011 han pasado justo diez meses en los que las administraciones regionales y locales han tenido una actividad de perfil bajo, muy bajo. De hecho, cuando escribo estas líneas la Junta de Castilla y León no tiene aún los nuevos presupuestos de 2012 y se ha visto obligada a prorrogar los del anterior ejercicio. Debido a los duros ajustes para reducir el déficit público, nuestros políticos tienen las manos atadas: se acabaron los planes rimbombantes y las inversiones faraónicas, a veces de discutible interés general. El conjunto de la maquinaria de la administración funciona al ralentí, por lo que muchos entes, organismos y entidades del sector público hibernan sin apenas actividad al tener cerrado el grifo presupuestario.
Hasta ahora, la Junta y algunos consistorios de Castilla y León se han desprendido de una pequeña parte de esos empleados públicos -no confundir con los funcionarios- que fueron contratados en tiempos de bonanza para abordar proyectos que en la actualidad están parados al no disponer de fondos. Con la nueva normativa laboral, lo que hecho en falta es que presenten un ambicioso ERE justificado por esa falta de actividad y que nos digan a cuántos trabajadores inactivos (perdonen el oxímoron ) afecta y qué ahorro supone para el erario público. Ya sé que es complicado, que tendrán a los sindicatos en la calle -como ha pasado cuando intentan aplicar criterios de eficiencia en Educación y en Sanidad-, pero es lo más honesto y productivo. Los poderes públicos siempre tienden a demandar nuevas actividades, a veces en competencia con la iniciativa privada, para reclamar a continuación más recursos; y ahora, sin esos fondos, muchas tareas se quedan vacías de contenido y con plantillas ociosas, que pagamos generosamente entre todos los contribuyentes.
Para reducir el déficit público, los políticos han puesto el foco de atención en recortar la inversión productiva, como es el caso de las infraestructuras, con las nefastas consecuencias que todos conocemos: más paro, lo que aumenta los gastos por los subsidios de desempleo, y menor actividad empresarial. Y esa vía es muy peligrosa, pues las propias administraciones públicas ven mermados los ingresos generados por impuestos y tasas. La pescadilla que se muerde la cola.
Con la reciente reforma laboral, nuestros gobernantes podrían aplicar ajustes en España sobre casi 700.000 empleados públicos considerados como personal laboral contratado, más otros 150.000 trabajadores de empresas públicas, según el Ministerio de Administraciones Públicas. No sobran todos, pero tampoco todos son indispensables cuando apenas tienen carga de trabajo.
Allá por el año 1960, John Kenneth Galbraith denunció en su libro La sociedad opulenta la contradicción del sistema capitalista norteamericano “donde la comunidad es opulenta en bienes producidos por el sector privado y pobre en servicios públicos”, lo que podría dar lugar a que las familias hicieran excursiones en modernos coches “a través de ciudades deficientemente pavimentadas y afeadas por los desperdicios” y parques que son “una amenaza para la salud pública y la moral”. Cuatro décadas después, el riesgo de algunos países de la sureña Europa, como España, es justo el contrario, que los contribuyentes no tengan dinero para conducir sus coches, esquilmados por una sobredimensionada administración obsesionada en mantener estructuras de las que no podremos disfrutar.
Artículo de opinión publicado en el número de marzo de 2012 de la revista Castilla y León Económica