En un almuerzo en Madrid con un empresario de raza y muy bien relacionado con Rajoy, me comentó que hace poco el presidente del Gobierno español le preguntó en un receso durante un acto público sobre cómo veía la economía española. Este noble emprendedor con negocios en medio mundo le soltó todo lo que pensaba, poniendo énfasis en los errores, para que se corrijan, sin obviar algunos aciertos. Nuestro hierático gobernante le escuchó de forma concentrada y luego se despidió pensativo.
Lo más sorprendente, según me confesó este empresario, es que un estoico Rajoy prestó atención a las fundamentadas críticas, mientras que al terminar la breve charla los asesores del presidente se echaron encima del veterano industrial. Asustados y alarmados, le preguntaron retóricamente: “¿Pero cómo se te ocurre decirle eso al presidente?”. A lo que nuestro hombre contestó: “coño, para eso me ha preguntado. ¿No quiere la opinión de un empresario independiente?, pues ya la tiene”.
Al contarme esta anécdota, este fundador de una gran compañía se lamentó de no entender cómo nuestros gobernantes se rodean de mediocres paniaguados y a la vez ignoran los consejos de quienes han demostrado tener éxito en sus negocios, justo ahora que el objetivo de España es reindustrializarse. “Pero si yo pago por tener la opinión de los mejores expertos, cuyas observaciones me hacen mejorar y rentabilizar el negocio”, me dijo.
Mundos antagónicos
Esta escena refleja que la lógica de la política y la de la empresa transcurre por mundos antagónicos. La primera es cortoplacista, rechaza la meritocracia, fomenta la endogamia de una casta que defiende sus intereses, rehuye de captar talento en la sociedad civil, atrinchera sus pensamientos entre los nuestros y los otros sin analizar los aciertos de los demás, es reacia al cambio incluso en las coyunturas convulsas -con lo que al final la revolución viene de fuera del sistema establecido-, se abraza a liderazgos mesiánicos que restringen el espíritu libre dentro de las organizaciones, protege a los suyos en caso de ilegalidades, se olvida -excepto en el corto período electoral- de que sus clientes son los contribuyentes y promueve lo público frente a la iniciativa privada, entre otras pautas. Una empresa, con una estrategia como ésa, no duraría ni un año en el mercado.
En las conversaciones con empresarios de éxito, los que han conseguido triunfar en plena crisis porque han rediseñado sus negocios o han ampliado sus mercados exteriores -o las 2 cosas a la vez-, se preguntan cómo un país ha podido desperdiciar la voluntad de una amplia mayoría de ciudadanos para hacer los cambios necesarios para modernizarse y eliminar, sin medias tintas, las deficiencias. Es algo difícil de entender, a no ser que apliques la lógica política, muy alejada de la empresarial.
Esos comportamientos derivarán en un profundo cambio porque, como dicen los expertos, las crisis primero son económicas, luego sociales y terminan siendo institucionales. Y en ese período nos encontramos en un año con 4 convocatorias electorales que pueden cambiar el mapa político tal como lo conocemos hasta ahora, pese a que empiecen a notarse los efectos de la recuperación. Pero ya es tarde. Como dijo Churchill, “se acaba la época de dejarlo todo para más adelante, de las medias soluciones, del tranquilizador e incompresible oportunismo que representa aplazarlo todo. Porque es ahora cuando entramos en la época de las consecuencias”.