Quién lo iba a decir, este país con una extendida cultura de la sinecura está intentando poner de moda la figura del empresario. Ante la alta tasa de paro, la imposibilidad de acceder como funcionario a las administraciones públicas y la casi nula salida profesional en el sobredimensionado sector financiero, el pueblo español se ha dado cuenta de que las dos principales alternativas para ganarse la vida son o coger las maletas para emigrar a economías más dinámicas en las que todavía algunos tienen que buscar en el diccionario el significado de la palabra crisis o montar su propio negocio.
Bienvenidas sean las nuevas vocaciones empresariales, aunque llegan en el peor momento posible para quienes intentan tener unos ingresos por cuenta propia, porque no es lo mismo tener el viento de cola que de cara. En el período de las vacas gordas, casi todos los emprendedores tenían garantizado el éxito al desenvolverse en un mercado afiebrado, con un consumo disparado y unos márgenes generosos. Los inicios de la crisis supusieron una primera criba de empresarios que triunfaban por el mero hecho de abrir la puerta de su negocio: no faltaban clientes, ni pedidos, ni financiación. El riesgo era mínimo. Con el cambio de escenario, empezaron a caer las empresas sin planes de negocio sólidos, que sólo se dejaban llevar por la corriente del crecimiento económico. En esa primera fase, se eliminó la grasa de la clase empresarial, aquéllos que no estaban acostumbrados a valores como sacrificio, trabajo, tesón.
Lo malo es que la recesión se alarga más de lo esperado y con ello se está llevando por delante a empresarios que sí tenían madera de emprendedores, pero que han visto desaparecer su mercado de la noche a la mañana. Algunos, llevados por su espíritu indomable, tal vez lo vuelvan a intentar en una nueva actividad, otros puede que inicien negocios en el extranjero debido a las malas previsiones de la economía española y un tercer grupo lo más seguro es que haya arrojado definitivamente la toalla y aún se pregunte en qué ha fallado, sin que nadie, ni el viento, le devuelva una respuesta.
Aquellas personas que en la actual coyuntura intentan montar su primer negocio se van a encontrar ante una economía deprimida, un consumo debilitado, unas inversiones privadas y oficiales bajo mínimos, una financiación externa raquítica y unas administraciones públicas centradas en los recortes y, por lo tanto, incapaces de dinamizar el mercado pues no tienen ni para comprar pisapapeles. Con este escenario, habrá una escabechina tremenda entre los nuevos emprendedores, muchos de los cuales se quedarán tirados en la cuneta a la primera de cambio. Ésa es la cruda realidad que les espera, decir lo contrario sería engañar al personal, pero al menos tendrán la recompensa moral de decir que lo intentaron, que arriesgaron todo antes que esperar sentados a una llamada de teléfono con una oferta de trabajo -que nunca llegará- o malgastar sus fuerzas en demagógicos lamentos sobre la ineficiencia de Papá-Estado. Además, y tal vez por primera vez en la historia de España, tendrán el reconocimiento de una sociedad que empieza a valorar la figura del empresario, aunque no tenga éxito, porque el verdadero fracaso es esperar a que otros -personas o instituciones- te solucionen la vida.