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El río amante del desierto

Viaje al Delta del Okavango
Delta del Okavango.
Delta del Okavango.

Hay un lugar en el planeta que nadie debería morir sin haber visto. Hay un río único en el mundo que, en su febril e inútil carrera hacia el mar, fenece en un desierto. Hay una extensión inundada de vida salvaje, donde el hombre se empequeñece para recorrer el camino hacia su origen. Sólo con nombrarlo resuenan los tambores de los Hambukuso. Solo con pensarlo evocas las entrañas del Edén. Sólo con sentirlo te desprendes de lo superfluo. Sólo con olerlo percibes la esencia de la vida. Es el Delta del Okavango.

En busca de un trocito de paraíso en mitad del Delta, remonto el Río Okavango (Bostwana) hacia el atardecer en una lancha rápida para embriagarme de los papiros de sus riveras en una secuencia infinita de verde y azul. Los rayos de sol se filtran oblicuos entre la cabellera despeinada de esta planta acuática, el agua de las orillas se vuelve tornasolada, la brisa del río refresca el olfato con un perfume de lodo y clorofila.

Los sentidos se adormecen acunados por el vaivén de la lancha, los músculos se relajan para desterrar la tensión, los gestos se suavizan acariciados por la luz previa al ocaso. El Okavango ejerce todo su embrujo y en medio de ese deambular sonámbulo entre las aguas aparece el primer bigardo vocinglero, majestuoso y vigilante en lo alto de un árbol seco. Se parece a un águila pescadora pero tiene mayor envergadura.

El patrón de la lancha lleva preparado un trozo de pescado que ensarta en un tronco de papiro y lanza al río. El ave salvajemente hermosa se precipita en un vuelo rasante para alcanzar su trofeo con garras despiadadas. Apenas roza el agua y ya está de regreso a su atalaya. En ese desfile aéreo se suceden garzas reales, garcetas, martines pescadores, cormoranes y aningas, que se sumergen como serpientes avícolas en busca de peces.

De pronto el patrón gira el timón para acercar la barca a la orilla. La excitación recorre todo el cuerpo, la adrenalina se dispara. Ahí está, espléndido, bruñido, su piel labrada restalla a la luz del sol. Es un cocodrilo de casi cinco metros y 600 kilos de peso. Está muy cerca y a menos de 3 metros decide esconder su belleza ancestral en las aguas procelosas del Okavango. Un escalofrío recorre mi columna vertebral cuando se sumerge bajo la lancha.

Universo acuático

El viaje continúa y al rato viramos hacia la otra rivera para contemplar emocionada a un elefante enroscar su trompa en las ramas de los árboles para saborear sus hojas frescas. Volvemos a navegar y sin pretenderlo asistimos a un intento frustrado de caza de un cocodrilo de dos aves posadas en la arena del río. Salvan su vida milagrosamente pese al movimiento vertiginoso del reptil y a su amenazadora mandíbula perfilada de afilados dientes.

Y de nuevo otro bandazo. Al principio no se ve nada, parece un tronco en la orilla. Pero ahí está. Es pequeño, apenas mide un metro, pero ya tiene dos años. El patrón pega la lancha a la orilla y con gran maestría intenta cogerlo. Pero el saurio se le escabulle. Un nuevo intento, esta vez lo engaña con el tronco de un papiro y lo agarra por la cabeza. Se retuerce pero lo sujeta con fuerza también por la cola. Se calma poco a poco y me atrevo a tenerlo unos minutos entre mis manos, el tacto de su piel es extremadamente suave. Lo devolvemos al agua y se pierde en las profundidades.

Isla privada

Concluye nuestra travesía de casi 3 horas al llegar a la isla privada en medio del Delta. Aparece verde y hermosa. Los contornos de los árboles se difuminan por la luz del ocaso. Las tiendas, dispuestas a lo largo de la rivera, albergan dos camas y un baño y están levantadas sobre un soporte de madera que se eleva más de un metro del suelo.

Antes de establecernos, esperamos tomando un gin tonic y disfrutando de la puesta de sol, para dar tiempo a que calienten el agua de las duchas de cubo. Una hilera de velas ilumina el camino hacia cada casita y un candil en el porche facilita el acceso porque no hay electricidad. Las estrellas preñan el cielo del Okavango, con la Cruz del Sur en primer plano. La noche transcurre entre el rugir del león y el chapoteo de los hipopótamos.

Amanece, una luz anaranjada resalta la longeva edad labrada en el tronco del baobab frente al baño de mi tienda. Está lleno de vida y desprende energía desde hace más de 800 años. Hace frío, porque sólo una pared de cañizo separa el baño de la selva. Es muy temprano, pero tenemos que navegar de nuevo el río Okavango para visitar el poblado de los Hambukuso. Nos reciben con la percusión de sus tambores entonando canciones alegres. Un corro rodea a dos bailarinas con faldas de cáñamo. Mueven sus caderas al son de una danza tribal y el ritmo se contagia.
Luego, nos enseñan sus casas y cómo muelen la harina de mijo con grandes palos de mopane, para obtener alimento y un brebaje alcohólico.

Patrimonio de la Humanidad

Son descendientes de los mismos Hambukuso que labraron las pinturas prehistóricas en las enormes rocas de esquisto de cuarcita milácea del santuario de Tsodilo Hills, declarado Patrimonio de la Humanidad. En sus paredes rosas y amarillas de las 4 colinas que emergen del Desierto del Kalahari se disputan el protagonismo con las creaciones de los Sam -conocidos en Occidente como bosquimanos-, que pintaron en algunos casos hace más de 24.000 años con simples trazos rojizos antílopes, elefantes, girafas, leones. En este lugar mágico, el aire se respira misterioso en el interior de sus cuevas. Con el morir del día, retornamos a nuestra isla en mitad del Edén.

Paseo en Mokoro

Caminando recorremos un trayecto corto de la isla para subir a los mokoros, unas embarcaciones tradicionales semejantes a una canoa conducidas por un nativo situado de pie en popa mediante una vara larga de mopane. Hace calor y el balanceo de la barca me adormece. Mi ensoñación fluctúa entre los cañaverales de los estrechos canales y los bellos nenúfares flotantes. Avanzamos despacio, acompasando nuestro movimiento con el sonido del agua y el leve susurro del viento entre helechos y papiros. Los juncos acarician constantemente mi piel y flirtean con las libélulas gigantes. Cierro los ojos para guardar esta imagen en mi retina. No hago fotos, no quiero que este momento mágico se vea perturbado. Solo deseo que el tiempo se detenga en este instante. Me dejo acunar de un lado a otro y tarareo una canción desconocida. Soy feliz.

Siento una nostalgia que me oprime el pecho. No quiero abandonar el Delta del Okavango. Me despido triste de su luz reflejada en el río antes de embarcar en la lancha rápida camino del aeropuerto de Seronga para tomar una avioneta hacia Chobe. El vuelo escénico es una experiencia increíble. La panorámica desde el aire es única, de una belleza genuina.

¡Cómo serpentea el Río Okavango en la sabana alejándose para siempre del océano! ¡Cómo se desparrama en pleno desierto del Kalahari para inundar una extensión de 16.000 kilómetros cuadrados e ir a morir en Bostwana, en medio del África austral! ¡Cómo se bifurca en miles de ramificaciones para dar vida a un laberinto de islas, canales y riachuelos! En mitad de la aridez de una planicie luminosa, las raíces del Okavango se esfuman en la tierra rojiza, dejando diseminadas charcas a las que se acercan a beber elefantes, antílopes, jirafas y leones. A vista de pájaro la vida salvaje es menos escurridiza. La avioneta se eleva y nos alejamos del vergel para adentrarnos en el desierto.

Parque Nacional de Chobe

Pernoctamos en un lujoso lodge en la rivera del Río Chobe. Su arquitectura escalonada de madera a modo de bonitas construcciones de tejados de paja se dispone alrededor de un baobad de 40 metros de altura. No puede haber mejor elemento decorativo para situarlo en el centro del complejo que este majestuoso árbol presente en muchas leyendas africanas. Las habitaciones, desde las que se puede contemplar un precioso atardecer sobre el río, son amplias y poseen una confortable cama con dosel, lo que facilita la instalación de una vaporosa mosquitera.
Antes del amanecer ya estamos listos para iniciar un safari en 4×4 por el parque.

El vehículo no tiene ninguna protección y el frío se cuela por todas partes. Nos bamboleamos para sortear la arena de los caminos mientras el sol aparece a nuestra espalda. Es la mejor hora para ver felinos, pero hoy no es el día. Cuando los antílopes -impalas, gacelas y orices- pastan relajados es que no hay depredadores a la vista. La tarde anterior había sido mucho más fructífera.

El safari acuático de Chobe te transporta en un viaje en el tiempo al corazón del Edén: manadas enormes de 50 ó 60 elefantes, cuyos ejemplares machos adultos pueden llegar a medir hasta tres metros de altura y pesar hasta 6.000 kilos, sacuden con la trompa la tierra de las hierbas que rumian; hipopótamos recostados unos sobre otros en las orillas del río con medio cuerpo en el agua; búfalos de imponente cornamenta tiñen de negro las praderas verdes de la isla central; impalas, cobos de agua, gacelas, orices; los babuinos se acercan a beber desconfiados ante la presencia oculta de los cocodrilos; el lagarto monitor toma el sol mimetizado con un tronco; marabús, garzas, garcetas, martines pescadores, espátulas y una multitud de aves más impregnan de color la pradera.

Nadie quiere abandonar el parque, porque la llamada de la vida salvaje es muy intensa, pero pronto será de noche y de camino al lodge navegando despacio, Chobe nos regala un atardecer de aguas ensangrentadas y fuego en el cielo.

Esa noche, en la comodidad de mi cama mullida y caliente, cuando mi viaje está tocando a su fin, me recreo en recordar mi periplo por el África austral de cerca de 4.000 kilómetros, casi todos ellos hechos en camión por pistas de tierra desde Windhoek (capital de Namibia), pasando por Bostwana hasta Zimbabue. Recibo fogonazos de imágenes en mi retina de paisajes insólitos, genuinos, hasta ahora nunca vistos, como el Desierto del Namib, con esa arena rojiza formada por trocitos minúsculos de cuarzo y hierro, que se torna más anaranjada a la caída del sol.

Ese es precisamente el momento elegido, minutos antes del crepúsculo, para ascender la Duna 45, cuando la luz se vuelve más dura y acentúa los contrastes de su perfil ondulado. Sopla un viento que despeina su creta sinuosa. La arena templada acaricia mis pies desnudos que deslumbran por los diminutos cristales brillantes que se cuelan entre los dedos. Una vez arriba, ya no quieres descender. La belleza es tan simple en los contornos precisos de esa tierra yerma que es imposible no estremecerte.

El desierto más antiguo del mundo

Pernoctamos al raso en tiendas de campaña, en el desierto más antiguo del mundo (de la época terciaria, con 800.000 millones de años), y el firmamento tachonado de estrellas oprime nuestro sueño gélido y breve. Amanece. Una luz tenue convierte la oscuridad en cielo y tierra. El color naranja difumina los contornos de las montañas azules a lo lejos. En la estepa baldía y yerma, una neblina lechosa se posa en la base de las dunas. La intensidad de los haces de luz delimita su perfil curvilíneo.

Llegamos a la laguna salada cuando el sol asciende despacio tras las dunas e ilumina poco a poco este espacio desolado, salpicado de pocos árboles dispersos y petrificados desde hace más de 900 años. Una tierra blanca y cuarteada sueña la ausencia del agua que ya nunca volverá. Las dunas granates circundan la laguna extinta.

¿A qué suena el silencio? Escucho resquebrajarse la madera por el viento incesante. ¿A qué se parece la nada? ¿A formas caprichosas de árboles negros sin vida? ¿Por qué los pensamientos extremos se proyectan y rebotan? ¿Por qué una lagrima desciende por mi mejilla? ¿Por qué la soledad aquí no duele? Me muevo en círculo para captar la panorámica visual y cierro los ojos para grabar por siempre esta imagen. ¡Que la magia permanezca! ¡Que no quede en el olvido!

Los anillos de las hadas

Para exprimir al máximo la estancia en el Namib, tomamos un helicóptero. Desde el cielo la panorámica es hipnotizante. El desierto cobra vida y la tierra carmesí de las dunas resalta el verde y amarillo de los matojos que salpican la arena encarnada. Ahora los arbustos crecen de forma caprichosa alrededor de un círculo. La figura geométrica se repite incesantemente formando campos enteros de lunares vegetales. Estas calvas circulares que se cuentan por miles no tienen explicación científica. Se conocen como los anillos de las hadas.

Los orices levantan su orgullosa cornamenta para curiosear a los visitantes aéreos. Tras la sombra de una acacia solitaria, se esconde un grupo de avestruces. Las formas de las dunas cambian, se hacen más suaves, más onduladas, sinuosas, otras más abruptas, escarpadas. El sol juega al escondite con las formas y dibuja toda la gama de los rojos y dorados. Respiro despacio y profundo para saborear una emoción desconocida.

Continuamos nuestro viaje por las estepas sin vida. Los páramos estériles se suceden durante kilómetros. Algunos rastrojos y árboles secos aparecen diseminados en este calvero infinito. Y en nuestro caminar aflora como un espejismo, desperdigada en este inmenso eriazo. Se muestra deshilachada, entre verde y blancuzca, como carente de vida, pero guarda el secreto del ser vivo más longevo del mundo, es la welwitschia, una planta que llega a vivir hasta 2.500 años, endémica del Namib.

Costa de los Esqueletos

Nos dirigimos al norte, hacia la franja del Caprivi, por la mítica Costa de los Esqueletos, trampa mortal para las embarcaciones que navegan por estas aguas peligrosas sacudidas por la fría corriente de Benguela, que produce densas nieblas oceánicas. Todavía se pueden ver embarrancados algunos barcos, testimonio de los antiguos navíos que perecieron durante siglos en este mar inhóspito y cruel.

Y de ahí procede el nombre de uno de los lugares más turbadores del continente africano, de los esqueletos de los propios barcos cuando encallaban y de los de los náufragos que llegaban exhaustos a la costa y perecían en este desierto extremo, árido y estéril, que se extiende durante kilómetros. Y a este fascinante lugar fue a parar el marinero portugués Diago Cao en 1486 en su periplo por encontrar un camino alternativo a la Ruta de la Seda.

A las órdenes de Juan II de Portugal, fue uno de los navegantes más destacados de su época. Cuenta la historia que se sintió atraído por un ulular gutural al llegar a la altura del Cabo Cross. Pero no eran sirenas lo que escuchó, sino una de las colonias de osos marinos más grande del planeta que aún se contempla. Y con suerte también se pueden avistar orcas, su mayor depredador, en el horizonte marino.

El portugués no permaneció mucho tiempo al no encontrar agua ni vida y, tras plantar una cruz de piedra que posteriormente los alemanes trasladarían a Berlín, continuó su viaje convirtiéndose en el primer europeo en avistar el Río Congo.

Cataratas Epupa

Tras días de viaje por el desierto desolado, aparece el oasis de las Cataratas Epupa para refrescar nuestra piel. En la frontera de Namibia y Angola, acampamos al lado del río Kunene antes de que se precipite en numerosos saltos por la garganta rocosa salpicada de baobabs centenarios. Las palmeras colorean de verde la cicatriz bermeja que deja el agua desparramándose en libertad.

Es una explosión de belleza y vida únicas. Es un vergel entre cañaverales que nos recibe con un arco iris al atardecer. No podemos bañarnos en la playa idílica al final del sendero porque hay cocodrilos pero sí en las charcas poco profundas que forma el río antes de su caída. El chapuzón se ve interrumpido por un enorme rebaño de cabras. La escena no puede ser más divertida. El regocijo se contagia.

Los Himba

Las cataratas Epupa son una de las zonas vírgenes de África y hogar de los Himba, pueblo originario de Angola hace más de 350 años. Son seminómadas y su rasgo más característico es la arcilla rojiza que sus mujeres se untan por todo el cuerpo, incluido su cabello para moldear gruesas rastas de barro. Su atuendo se completa con llamativos tocados, faldas hechas de piel de animales dejando su pecho al descubierto y grandes collares, pulseras y tobilleras. Son hermosas, de piel elástica y brillante.

Por la mañana, visitamos un poblado. Mantienen una dignidad que sorprende pese a ser muy pobres. Han sido desplazados de las zonas con agua y ahora tienen que andar kilómetros en su busca para poder beber ellos y los pocos rebaños de cabras y vacas que poseen. No sé sabe con exactitud, pero se cree que apenas quedan 7.000 Himbas. Nos reciben con hospitalidad después de pedir permiso al jefe de la tribu y asegurarle que no cruzaremos el fuego sagrado situado en el medio del poblado. Los niños pequeños se nos echan a los brazos, están embadurnados de arcilla y las moscas se posan constantemente en sus ojos.

Son ligeros y risueños. Posan sus manos en nuestra cara y cuello, abrazan nuestros hombros, tocan nuestros brazos. No hablamos el mismo idioma, pero da igual, el lenguaje no verbal suple cualquier barrera. Las caricias se suceden durante toda la visita. Curiosean, no piden nada, solo juegan con nosotros y ríen. Ellos han enterrado nuestros prejuicios y miedos, nosotros nos vamos impregnados de arcilla y de vida.

Parque Nacional de Ethosa

El viaje avanza hacia el Parque Nacional de Ethosa, uno de los más grandes del mundo con más de 22.000 kilómetros cuadrados. Una extensión inmensa de bosque bajo y matorral que alberga una de las explosiones de vida salvaje más importantes de Namibia. Acampamos en los antiguos fuertes alemanes, siempre frente a balsas de agua. La observación de las charcas es una experiencia fascinante. Se suceden las visitas de manadas de elefantes que acuden a beber pero también a bañarse, bucear y embadurnarse de arena tras el chapuzón, los ñus, cebras, gacelas, impalas, orices, cobos de agua, las jirafas y su simpática postura para abrevar, algún que otro rinoceronte negro al borde de la extinción, chacales despistados y una leona solitaria y acechante al anochecer.

¡Qué contraste con Ethosa Pan! Una laguna salada extinta de casi 5.000 kilómetros cuadrados. Una explanada blanquecina del tamaño de Holanda ciega nuestros ojos con su resplandor. ¿Dónde está el barrito de los elefantes cuando juegan en el agua y los resoplidos de los rinos al beber y el rugir del león en la noche? Solo la tierra baldía y yerma se funde en el horizonte nebuloso. Continuamos por el corredor del Caprivi en busca del Okavango.

Cruzamos de Bostwana a Zimbabue. Creo que es una de las fronteras más tediosas del mundo. Llega la última etapa del viaje. Sin apenas tiempo para adaptarnos a la civilización, nos alojamos en el Vitoria Falls. Construido frente a la segunda catarata y al puente que sirve de frontera entre Zimbabue y Zambia, fue edificado en 1904 para albergar a los viajeros del ferrocarril que se planeaba en la época desde Ciudad del Cabo hasta El Cairo. En 1947 el hotel fue elegido como alojamiento del Rey Jorge VI y su familia. De estilo victoriano, decorado con muebles antiguos y grandes cabezas de antílopes disecados, las estancias son espaciosas y muy confortables. Posee una magnifica piscina exterior, varios restaurantes de calidad y servicio de masajes y tratamientos.

Chinotimba

Para que el lujo decimonónico no nos haga perder el contacto con la realidad, por la mañana visitamos el pueblo de Chinotimba. Acudimos a su colegio. No hay niños porque están de vacaciones. Sus aulas están pulcras y ordenadas. La directora nos hace sentar como si fuéramos alumnos aplicados y nos cuenta el funcionamiento de la escuela. Confiesa que los antiguos estudiantes que logran un buen trabajo vuelven a la escuela para ayudar con lo que pueden.

Nuestra siguiente parada es un hogar de ancianos, que se vieron atrapados en Zimbabue por las guerras, lejos de su tierra natal como Mozambique o Zambia. Nos enseñan varios proyectos solidarios aportados por distintos países, entre otros un huerto con nuevas especies donado por España. La limpieza del lugar me sorprende. Cuántas historias podrían contar esas miradas opacas con las que nos observan.

Acudimos a un orfanato y a un hospital. Nuestra visita intenta no entorpecer el día a día. El decoro caracteriza sus instalaciones y la dignidad sus explicaciones. Zimbabue es uno de los países más pobres del mundo. La esperanza de vida es de 43 años y se calcula que el 25% de la población está infectada de VIH.

El humo que truena

Ya no puedo esperar más, me invade la impaciencia. He visto el humo que truena desde el hotel y quiero mojarme con su vapor de agua a lo largo del recorrido de casi 2 kilómetros de las Cataratas Victoria, cuando el río Zambeze se desploma desde una altura de 108 metros en la gigantesca cicatriz que originó en tiempos remotos una explosión volcánica. Con qué brutalidad se precipita el agua de la catarata, descubierta por el misionero y explorador escocés David Livingstone en 1885, a la que bautizó con el nombre de la reina Victoria, pese a que su apelativo original es mucho más hermoso (el humo que truena).

Frontera natural entre Zimbabue y Zambia, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad en 1989. Mientras que la vista a pie es de una belleza única con miradores sobre los distintos saltos a cuál más fascinante, la panorámica aérea es sobrecogedora. ¡Qué caudal de agua se abalanza sobre el estrecho cañón para difuminar el paisaje con esa lluvia invertida! ¡Qué discurrir serpenteante encajonado en esa falla labrada a fuego en la tierra! ¡Qué paraíso de vapor, humus y trueno!

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