Recuerdo el Bilbao de mi infancia. Los caracoles viscosos sobre la palma de mi mano, las calas impolutas salpicadas de gotitas de lluvia, los helechos en cada resquicio de tapia, los cucuruchos de bígaros que mi padre nos compraba los domingos, la baba de nuestro perro Ron compartiendo el cuarto de los juegos, los charcos bajo los pies, el cielo encapotado sobre nuestras cabezas llenas de sueños, la ría chocolate y el olor a hierro fundido del ambiente en la nariz mocosa.
Cómo cambian las ciudades y nuestra percepción sobre ellas. En la actualidad, Bilbao es menos gris, el hollín de los altos hornos ya no obscurece la colada. La ría, ahora verdeazulada, ha transformado los espacios que baña en más habitables. La urbe se ha tornado hermosa. La presencia del Guggenheim y la ausencia del terror han recuperado la ciudad para propios y extraños.
El turismo
El turismo extranjero le da a la ciudad un aire más cosmopolita. Los viernes tarde, las avenidas se llenan de gente, no para asistir a la manifa de turno, sino para reconquistar el ritmo del disfrute tranquilo. Los bares de chiquiteo recobran el bullicio placentero de compartir unos pintxos con los amigos. Las calles peatonales están llenas de terrazas; también la plaza nueva de Barrencalle, donde las pintadas y las pancartas han desaparecido de sus callejuelas adyacentes, otrora denigradas y ahora con comercios revitalizados.
Locales reinventados
Los locales se reinventan, las antiguas tabernas alternan con los gastrobares. Las tradicionales barras de pinchos se combinan con otras más sofisticadas. Los zuritos y el txakolí también dejan lugar al gin tonic de aperitivo, tan de moda.
Y el sabor yodado y húmedo de mi memoria gustativa se reconoce de nuevo en los berberechos a la brasa, en la nécora bien cocida y en las ostras al natural.