A finales de 2021, qué lejos parece ya esa fecha, muchos pensaban, entre los que me incluyo, que en el presente año íbamos a vivir un retorno a los conocidos como los Felices Años 20, ya saben, aquel período histórico caracterizado por una época expansiva de la economía mundial debido al consumo desbocado y por una euforia desmedida de las sociedades más desarrolladas entregadas al hedonismo en todas sus variantes, primero en EE UU y luego en Europa, después de las penurias registradas por la I Guerra Mundial y la posterior recesión internacional.
Motivos para respaldar esa teoría no faltaban, pues la maldita pandemia había dejado encerrados en sus hogares a millones de personas y se habían generado ingentes bolsas de ahorro ante la imposibilidad de gastar el dinero. La mayor parte de la gente, por decirlo llanamente, tenía ganas de juerga y capital acumulado tras el éxito de las campañas de vacunación. Y con esas expectativas empezó este desconcertante 2022, en el que muy pronto aparecieron amenazantes incertidumbres.
Previsiones halagüeñas
Al inicio del presente ejercicio, con la crisis sanitaria ya casi superada, las empresas calculaban optimistas unos crecimientos de al menos 2 dígitos basados en las halagüeñas previsiones económicas de los organismos oficiales. Por ejemplo, en Castilla y León la Junta, en sus nonatos Presupuestos Regionales para 2022, incluía una estimación de crecimiento de casi el 5% en nuestra comunidad autónoma y del 7% para el conjunto de España. Pues bien, en sólo unos pocos meses esas expectativas se han rebajado considerablemente e instituciones fiables como BBVA Research adelanta que Castilla y León sólo crecerá un 2,9% en 2022 y un 2,1% en 2023, aunque ese porcentaje dependerá de las medidas que adopten los gobiernos y de la duración y alcance del conflicto en Europa del Este, según matiza el propio informe. Es decir, quizás no alcancemos ni ese guarismo.
Hemos pasado de un ambiente de euforia contenida ante el ocaso de la pandemia a otro de consternación al observar cómo se complica el escenario económico por factores imprevisibles a finales del pasado año, como la invasión de Ucrania por parte de Rusia; la inflación que merma las rentas de los hogares; los cuellos de botella en las cadenas de suministro de la industria, sobre todo en la automoción; los problemas logísticos que se pueden volver a agravar pues el principal puerto de China (Shanghái) sufre ahora la peor ola de contagios desde que comenzó la pandemia y su parcial confinamiento empieza a afectar el comercio mundial; el encarecimiento de los combustibles; la subida del precio de las materias primas; el alza desbocado de la factura energética; la reducción de márgenes empresariales al no poder trasladar al precio final de productos y servicios todo el incremento de los costes de producción; la pérdida de dinamismo de las exportaciones; o el temor a la aparición de nuevas cepas del coronavirus, tal como sucede en el gigante asiático.
Ante esta coyuntura tan convulsa, se están registrando fenómenos hasta ahora nunca vistos, como la ruptura de contratos por parte de distribuidores energéticos que prefieren pagar las indemnizaciones que mantener los precios pactados; la relocalización industrial en entornos cercanos; la compra de proveedores para garantizar las cadenas de suministro; o la aplicación de una matriz de precios, donde el comprador tiene que asumir los posibles alzas en variables como el coste energético o logístico.
Los Felices Años 20 se prolongaron hasta el Crack del 29. En la actualidad, ese optimismo ilusionante sólo ha durado apenas un suspiro. Como dejó dicho Albert Camus, “cada generación se cree llamada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo rehará, aunque su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Y en esas estamos 6 décadas después de pronunciarse aquellas proféticas palabras.