Uno de los refranes que más he escuchado decir a mi madre desde que era niño era: “hechos son amores y no buenas razones”. Me lo repitió tantas veces que lo interioricé como una parte de mí. Con el tiempo, ese dicho popular se diversificó en 2 perspectivas:
Por un lado, me ha facilitado mi desempeño profesional, pues una de las premisas básicas de la psicología, el coaching y la formación (que para mí siempre ha de estar ligada al desarrollo de las personas) es que las palabras están muy bien, las intenciones de maravilla, pero lo que realmente suma, lo que realmente importa, son las acciones.
¿Cuántas veces no nos hemos propuesto -con el verdadero ánimo de hacerlo- comenzar, terminar o cambiar algo de nuestra vida y cuántas veces no se ha quedado en simples propósitos? Buenos sí, inútiles también.
Es más, ¿cuántas veces incluso hemos llegado a preparar, a escribir, a visualizar un plan de acción que finalmente ha quedado en un gran documento sin valor alguno al no haber logrado materializar ni una sola de las grandes propuestas hechas?
Si a alguien le ocurre lo que acabamos de comentar y quiere un pequeño consejo, cuando tenga la intención de hacer algo, lo que sea, que acometa la primera acción antes de las primeras 24 horas de proponérselo, pues es en ese período crítico cuando se van al traste la mayoría de los planes de acción maravillosamente diseñados.
Al fin y al cabo, la diferencia en esta vida entre quien triunfa y quien no (y que cada uno entienda el éxito a su manera) está es que quien no triunfa sabe lo que tiene que hacer y quien triunfa, lo hace.
Las relaciones de confianza
La retahíla de mi madre también me hace reflexionar sobre otro aspecto, el que nos afecta en relación a los demás y a las relaciones de confianza que deberíamos establecer en cualquier contexto, mucho más en puestos donde liderar a otras personas se convierte en clave.
¿Cuántas relaciones se rompen o desmoronan cuando las palabras y los hechos no se corresponden¿ ¿Cuánta desconfianza se genera tras el sí de boca -para contentar al interlocutor- y el no de acción -por no querer o no poder cumplir lo establecido-? ¿Cuánto veneno se instaura en una relación cuando a una promesa no le sigue un cumplimiento de la misma? ¿Cuánto huimos de aquellas personas que su comportamiento se aleja de su verbo (o huyen de nosotros si así procedemos)?
Yo, desde luego, creo que es mucho mejor no prometer aquello que no podemos cumplir y ser honestos (primero con nosotros mismos) con aquello que verbalizamos, antes que ilusionar a alguien en el corto plazo con dulces letras para decepcionarlo en el largo con actuaciones no acordes a lo hablado, pues, como decía mi madre, “hechos son amores y no buenas razones”.