Invitada por Vodafone, tuve la oportunidad de conocer el mayor huerto urbano del mundo situado en la azotea del Hotel Wellington, que alberga tres restaurantes de renombre como el Kabuki, Goizeko y el recientemente inaugurado Las Raíces al que surte la huerta de las alturas cuidada con mimo por Floren Domezáin, agricultor, cocinero y alma máter del proyecto que cuenta con otros dos locales, uno en Vitoria y otro Zaragoza.
Una fuerza de la naturaleza
El Rey de las Verduras, como se le conoce, es una fuerza de la naturaleza, hay días que trabaja 20 horas y comienza su jornada de madrugada cuidando su huerto madrileño labrado con tierra traída ex profeso desde sus fincas en Tudela (Navarra) y luego continúa en su restaurante o dando de comer a invitados en eventos exclusivos celebrados en esta hermosa azotea, llena de tomateras, esparragueras, berenjenas, pimientos, lechugas, pepinos, cebollas, pochas, patatas, rábanos, zanahorias, entre otras hortalizas, arropadas por plantas de tabaco, un pesticida natural, por llamarlo de alguna manera, ya que atrae a plagas como el pulgón y evita que el resto de plantas sufran. También tienen un lugar especial las plantas aromáticas incluida la hermosa y despeinada flor de hilos rojos y dorados del azafrán.
Del huerto al plato
Aquí sí se cumple la máxima del huerto al plato, porque además en el delicioso menú degustación elaborado con mimo por Floren prima el producto, como en los sabrosos Tomates con aceite de oliva, la delicada Crema de calabacín con cogollo, refrescante Sorbete de tomillo con ramita recién cortada, y el dulce Pastel de zanahoria. Pero el Rey de las verduras también domina otras artes culinarias y lo demuestra en el yodado Changuro desmigado al horno o en la suculenta Pluma ibérica con pimientos del Piquillo.
Sinfonía vegetal
Tras explicar con detalle el huerto, Floren pasó a los fogones para deleitarnos con esta extraordinaria sinfonía vegetal, que también puede degustarse en la carta del restaurante Las Raíces. De vez en cuando se acercaba a las mesas para comprobar la satisfacción de los comensales. Iba ataviado con un mandil de piel de serpiente, llevaba el cabello canoso recogido en una coleta lo que dejaba ver su sonrisa casi permanente y tocaba, asía, y gesticulaba con unas manos surcadas por la aspereza de la tierra de cultivo, por el viento, por el tiempo y por el agua de la fuente de la pasión por la vida.