Siempre he veraneado en el Sur. De niña, porque mis padres se alejaban de las brumas norteñas para asegurar a sus cachorros un tiempo seco y soleado. Ahora, porque reservo al menos una semana al año para rememorar esas vacaciones infantiles impregnadas de aroma a higuera y jazmín, donde los baños salados eran una constante aventura entre caballitos de mar, camarones y crancas.
Siempre camino al Sur, para conseguir ese ansiado viaje alegórico de la inacabada obra maestra de Víctor Erice y reemplazar esos claroscuros de sus eternos planos secuencia por la luminosidad omnipresente de las tierras meridionales. Recuerdo las poéticas imágenes de la genial película con los ojos entornados y al abrirlos no puedo por menos que pensar en los lienzos de Zurbarán.
Siempre esos contrastes de paisajes y paisanajes, donde incluso en los pueblos costeros venidos a menos por los estragos de la crisis la gente conserva su dignidad pintando de blanco impoluto sus viviendas que refulgen al lado de calzadas y aceras decrépitas, pero alejadas de la decadencia endémica de los pueblos del Sur de Italia donde te arriesgas a que una cornisa se desplome a cada paso. Y es en ese encalar anual de las casas humildes donde creo que se deposita una parte de la esperanza de este país.
Siempre ese plantel de personajes marginales que la permisividad del Sur integra y difumina en una sociedad más tolerante, abierta a más influencias. Ese abanico tan bien retratado por Kiko Veneno en su espléndido disco Échate un cantecito, recientemente reeditado con motivo de su vigésimo aniversario.
Diversidad social
Siempre esa mezcla diversa y autóctona de lobos lópez; hippis; rastas; vividores; truhanes con un pasado intenso y difícil reconvertidos en padres de familia; alemanes y británicos asiduos a nuestras costas empeñados desde los años sesenta en rememorar su particular paraíso perdido; vendedores de baratijas y de bebidas, negros subsaharianos los primeros y cetrinos andaluces los segundos; y esa desnudez de los cuerpos sobre la playa que diluye las diferencias sociales y culturales batidas por el plancton marino.
Siempre esa hospitalidad que sesea y cecea en cada esquina, ese cantar espontáneo de la gente por la calle, ese sonido rasgado de una guitarra española, esa cadencia sensual del andar femenino sobre la arena húmeda de la playa, ese ritmo pausado que imponen los días tórridos y eternos.
Y cuando llega la noche cálida y el rumor del mar te devuelve la risa jovial de los sueños infantiles, entonces sientes cómo una brisa de felicidad acaricia tu piel morena y yodada.
Bonito artículo. Quien ha veraneado durante 15 años igualmente en Pedregalejo, Málaga, y durante 2 meses cada año, de los 0 a los 14 años, suscribe lo escrito!
Hola Alberto:
Me alegro de que nuestras sensaciones sobre el Sur sean similares.
¡Disfruta de él, tú que regresas ahora!
Bonito artículo, cada uno tenemos el sur en algún lugar y nos permite resguardarnos de las tempestades, el sur nos permite recobrar sensaciones y emociones para no perder el norte.
Muchas gracias, Guillermo:
Me alegro que te guste.
Sí es cierto, el Sur puede estar en cualquier sitio, pero a mí siempre me evoca placer y a veces apuesto por perder un poco el Norte, aunque sólo sea en vacaciones.