El contribuyente tapona la hemorragia

Por: Alberto Cagigas

Conocí a un periodista que utilizaba un pseudónimo para firmar alguno de sus artículos, y que luego citaba en otros textos rubricados con su verdadero nombre y apellidos. Era un caso de autoparáfrasis propio de un personaje de Borges. No voy a llegar a tanto, pero les recuerdo que el editorial publicado en este espacio el pasado mes de octubre de 2011 se titulaba Lo mejor de la fiesta está por llegar. Como ustedes saben, ya ha empezado el festejo al que hemos sido invitados casi todos con una subida generalizada de la presión fiscal. Los organizadores del evento: los gobiernos central y regional.

Después de cuatro años de crisis, no hemos sido capaces de enderezar nuestra economía, lastrada por unas históricas tasas de paro (más de 208.000 personas en Castilla y León en el momento de escribir estas líneas); un elevado déficit exterior; una fuerte contracción de la demanda interna; un sistema financiero aún por reestructurar; una insoportable restricción crediticia; un desmesurado apalancamiento de familias, empresas y administraciones públicas; una baja productividad; un rígido mercado laboral; ¿seguimos?

Hemos perdido un tiempo precioso y ahora a nuestros gobernantes no les queda más remedio que aplicar ajustes a diestro y siniestro, aunque no tienen la misma responsabilidad los que acaban de llegar a Madrid que los que ya estaban instalados en Valladolid desde hace una década. ¿Quién paga el guateque para sanear las cuentas públicas y poder mantener los servicios sociales? Los de siempre, las clases medias (funcionarios, asalariados, profesionales liberales) y los que han conseguido gracias a su esfuerzo un mínimo patrimonio (autónomos, directivos, pequeños empresarios), mediante una subida impositiva para poder hacer la limpieza del desmadre de la víspera.

Lo más sencillo es subir los tributos, alargar la jornada a los funcionarios (¿es que no trabajaban lo suficiente hasta ahora?), aplicar tasas a los hidrocarburos, gravar con nuevas tarifas a las compañías eléctricas y la eliminación de residuos -cuyo coste esas empresas repercutirán a los consumidores- o recuperar el Impuesto del Patrimonio. Por contra, lo complicado es aumentar la eficiencia de los servicios sociales, de la sanidad y de la educación para que nos cuesten menos; y, cómo no, reducir una mastodóntica administración. En las actuales circunstancias, algunas instituciones públicas son zombies -tal como se calificó al principio de la crisis a algunos bancos y cajas-, entidades muertas mantenidas artificialmente mediante la carnaza de los contribuyentes.

A lo largo de 2012, veremos más ajustes, se pedirán más sacrificios, sobre todo después de las elecciones autonómicas en Andalucía. Entonces, al Gobierno de Rajoy se le abre un escenario de casi cuatro años para aplicar las duras medidas que llevamos retrasando durante casi un lustro, con las graves consecuencias que todos conocemos. Y después, como un efecto dominó, a los Ejecutivos regionales gobernados por el PP, como el de Castilla y León, no les quedará más remedio que adaptar a su territorio la disciplina de La Moncloa, porque la evolución económica no sólo no mejorará a corto plazo, sino que corre el serio riesgo de empeorar y, con ello, arrastrar a la quiebra técnica a las autonomías más endeudadas (¿recuerdan la reciente amenaza de impago de la Comunidad Valenciana?). No nos engañemos, tenemos, también en Castilla y León, unas estructuras administrativas sobredimensionadas, que fueron diseñadas en los años de bonanza y en las que es necesario aplicar una dura reconversión, tal como han hecho algunos sectores para adaptarse a un mercado deprimido. Si no se reactiva la economía, el actual sector público es insostenible por los costes fijos que debe afrontar, derivados de su desproporcionada estructura y los pagos de su deuda.

Neoliberales versus neokeynesianos

Ya hemos visto que necesitamos unas administraciones públicas más reducidas, más eficientes y más ágiles, pero ¿qué papel pueden jugar en la salida de esta histórica crisis? La fórmula no parece sencilla, porque como dice Joseph Stiglizt, premio Nobel de Economía, “puede que la batalla entre el capitalismo y el comunismo haya terminado, pero las economías de mercado tienen muchas modalidades, y la competición entre ellas sigue siendo feroz”. Por un lado, están los neoliberales, liderados por la Escuela de Chicago y con Milton Friedman como uno de sus máximos gurús, que defienden la desregularización, la reducción a la mínima expresión del papel del gobierno y el imperio del libre mercado. Por otro lado, los neokeynesianos (como el propio Stiglizt o Paul Krugman), quienes abogan por una mayor presencia del Estado para regular actividades como el sector financiero (origen de la actual crisis) y promover inversiones públicas que dinamicen la actividad empresarial y, por lo tanto, el mercado laboral. Para estos últimos, al igual que la caída del muro de Berlín en 1989 marcó el final del comunismo, la quiebra de Lehman Brothers en 2008 significó el ocaso de la idea de que los mercados a su libre albedrío pueden garantizar un crecimiento sostenido. Y es que la mano invisible de Adam Smith, a veces, está tonta.

La intensa disputa entre ambas doctrinas en la mayor potencia del mundo es, además, seguida con enorme interés por terceras sociedades, como los convulsos países árabes, los antiguos Estados comunistas, una China que conjuga el monopartidismo con una progresiva apertura económica o una UE que lucha por mantener su envidiado ¿e inviable? Estado de Bienestar. ¿Qué modelo económico terminará imponiéndose tras esta crisis? Aún es pronto para saberlo. Lo que sí es seguro es que las temerarias actuaciones de algunos directivos del sistema financiero y de varios responsables políticos nos recuerdan la frase de un acabado Hitler en la película El hundimiento: “podremos hundirnos, pero nos llevaremos a un mundo con nosotros”.

Artículo de opinión publicado por Alberto Cagigas en el número de febrero de Castilla y León Económica

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