a

Ensoñaciones de un alma perpleja

Taj Mahal.
Taj Mahal.

Por Luisa Alcalde

¿Quién no ha amado hasta el delirio?, ¿quién no ha sentido la presencia cercana de la muerte?, ¿quién no ha tenido la necesidad de abrazar todas las fes del planeta? En el país de la espiritualidad, el viajero occidental busca apaciguar su alma y se topa con la sombra de la duda difuminando los contornos de todos sus fundamentos. En el subcontinente de los sueños, la verosimilitud de lo imposible cobra vida. Nadie está preparado para peregrinar a la India y volver intacto.

Había sido precavida por familiares y amigos que me habían precedido en mi periplo al país de los mil credos: no bebas agua que no sea embotellada y precintada, procura evitar los baños públicos, lleva el pelo recogido y cubierto con un gorro, ponte calcetines para entrar en los templos… Pero todo fue en vano. Mi sudor acabó mezclándose con el fluido de los indios en el país donde la humanidad siempre está presente incluso en los lugares más recónditos, donde la soledad no existe; las yemas de mis dedos se tiñeron del ocre del curry; mis ojos rezumaron lágrimas de quebranto; mis pies sortearon sin suerte las manchas rojas de betel… En el país de la espiritualidad, mi alma se contaminó sin remisión, se enfrascó en su propia esencia en una extraña suerte de purificación.

Bofetada de calor húmedo

Una bofetada de calor húmedo me sacude nada más aterrizar en el Aeropuerto Indira Gandhi. Llego a Delhi unas horas después de la conmemoración del Día de la Independencia de la India declarada el 15 de agosto de 1947. De camino al hotel por una zona arbolada y residencial apenas hay tráfico porque son las dos de la madrugada, pero debajo de los puentes y en las aceras descubro personas durmiendo cubiertas de harapos.

También veo mucha policía y al ejército en algunas encrucijadas para evitar ataques terroristas fundamentalmente de yihadistas paquistaníes, país de mayoría musulmana con el que la India mantiene una tensa relación tras varias guerras, la primera de ellas con motivo de la independencia de ambos Estados del imperio británico y otras posteriores por la disputa de Cachemira. Al llegar al hotel, nuestro coche es revisado con un detector de explosivos que ausculta sus bajos, los perros husmean entre nuestras maletas y también tenemos que pasar por un arco de seguridad antes de atravesar el umbral, tras el cual nos reciben con un collar de flores de bienvenida y nos pitan un lunar en la frente, mientras nos saludan con las palmas de las manos a la altura del pecho y pronuncian el saludo hindi namaste (hola).

Al abrir las ventanas de la habitación con la luz de la mañana, percibo la megalópolis que se extiende a lo lejos hasta perderse en la neblina de contaminación, no por los grandes rascacielos, que apenas se vislumbran, sino porque esta urbe de 15 millones de habitantes censados se desparrama a lo largo de casi 50 kilómetros cuadrados. Aunque el hotel se encuentra rodeado de parques, el bullicio se cuela por cada resquicio anunciando la vorágine del viejo Delhi.

De camino, el tráfico se muestra caótico incluso en domingo, pero es un pequeño aperitivo de lo que nos espera en Benarés. Los moto-rickshaws verdes y amarillos zigzaguean entre atestados autobuses antediluvianos sucios y herrumbrosos, las motos ocupadas por hasta cuatro personas serpentean para situarse en los primeros puestos, las bicis se deslizan como peces escurridizos entre los escasos espacios que dejan los automóviles y los viejos taxis Ambassador que recuerdan las películas de espías.

Un ruido ensordecedor de pitidos con las bocinas más variopintas convierten la atmósfera en estridente. En los semáforos, los eunucos travestidos se acercan para vender pequeños juguetes de cartón, los niños golpean las ventanillas de los coches para pedir, también las mendigas con bebés de alquiler adormilados con soporíferos en sus regazos. Sus miradas revelan una pobreza sórdida, aderezada con suciedad y enfermedades. Mis ojos occidentales no están preparados para ver esta penuria tan mísera, tardarán varios días en empezar a corregir su miopía. Desvío la mirada hacia los puestos de maíz de las aceras donde las mazorcas se tuestan al fuego. Más adelante un mercado callejero alterna numerosos puestos de zapatos con la venta de limas verdeamarillas y zumos de frutas naturales. Hileras de carros conducidos por tullidos se cuelan de nuevo por el rabillo del ojo.

La mezquita Jama Masjid

Nos detenemos junto a la mezquita Jama Masjid, la más grande de la India y una de las cuatro más imponentes del mundo, donde pueden llegar a rezar hasta 25.000 personas a la vez. Situada frente al Fuerte Rojo, fue construida por el emperador mogol Shah Jahan en el siglo XVII, artífice también del cambio de capitalidad de Agra a Delhi. Un 15% de los 1.200 millones de indios son musulmanes, cuyo origen se remonta a la islamización que sufrió el país durante los siglos XVI al XIX por el poderoso imperio mogol. Este Estado turco islámico, que permaneció hasta la llegada de los ingleses, se extendía por los actuales territorios de la India, Paquistán y Bangladés.

La vista de la mezquita es grandiosa. Impone su enorme plaza exterior de arenisca roja que arde bajo nuestros calcetines. El sol atraviesa la bruma grisácea de Delhi para licuar mi piel, bajo la rebeca que me han obligado a abrochar hasta arriba los guardianes del templo antes de traspasar su umbral. También cubro mi cabello con un pañuelo que utilizo para secar las gotitas de sudor que se deslizan por las sienes. Veo grupos de mujeres como fantasmas bajo sus burkas y pienso en cómo combatirán ellas esta humedad tan axfisiante. Concentro mi mirada en un padre que lava las piernas de su hijo en el estanque exterior antes de la oración y rezo al cielo para que cese este infernal bochorno.

El Memorial de Mahatma Gandhi

Mis pies también se mojarán pese a ir cubiertos de calcetines por los caminos de alfombras húmedas que conducen al Memorial de Mahatma Gandhi, un lugar sencillo en memoria del padre de la India moderna, asesinado en enero de 1948 por hinduistas extremistas contrarios a la partición del país dando lugar a Paquistán, que él defendía a su pesar como mal menor. Este magnicidio fue el primero que se cometió en la época de la India democrática y que se repetiría con Indira Gandhi, hija de Jawahalal Nehru (también primer ministro del país) y sin parentesco con Mahatma Gandhi, cuando un sij de su guardia personal la asesinó en 1984 en demanda de la independencia del Estado de Punjab y como venganza por no haber protegido su templo más sagrado devastado durante las revueltas. El hijo de Indira, Rajiv Gandhi, que llegó a ser primer ministro de la India con tan solo 40 años, también fue asesinado, en este caso por un atentado perpetrado por una militante suicida de la Liberación Tamil. Curiosamente su viuda, Sonia, de origen italiano, ha llegado a ser presidenta del partido del Congreso.

En la India se cuenta un chiste muy ilustrativo del humor de este pueblo: Cuando asesinan a Rajiv Gandhi y sube al paraíso, se encuentra con Mahatma Gandhi y éste muy contento de verle le pregunta. “¿Cuéntame cómo va el desarrollo de la India?” Rajiv, le dice que va muy bien, que el progreso es patente y le pone como ejemplo: “A ti te mataron con tres disparos, a mi madre con 33 balazos y a mí con una bomba”.

Los sij

El asesinato de Indira Gandhi fue perpetrado por un sij. Los sij son uno de los grupos étnicos más prósperos de la India que cuenta con una religión propia que practica el 1% de la población del país. Es una mezcla del Hinduismo y del Islam. Creen en un solo dios y ejercen la tolerancia y la hospitalidad. Practican la caridad y entre ellos no hay mendigos. En sus templos existen cocinas comunitarias donde los que no tienen nada pueden acudir a comer. De hecho, el comedor público fue una de las estancias que más me impresionó de la visita al Templo Gurdwara Bangla Sahib, un edificio formidable de mármol blanco con una llamativa cúpula dorada, que recuerda su origen palaciego propiedad del Rajá Jai Singh.

Para acceder, había que descalzarse totalmente, incluso quitarse los calcetines. Despojados de nuestra preciada protección para aislarnos del suelo húmedo, los pasillos de plástico mojados y las alfombras de tacto pegajoso y colores parduzcos, recorrimos el templo de arriba abajo y percibimos la humanidad con todos nuestros sentidos. En las repletas cocinas comunitarias, cientos de fieles sentados en alfombras sostenía sus bandejas metálicas para ser servidos por voluntarios. Si hubiéramos querido, nosotros hubiéramos podido también compartir ese almuerzo porque los sij no discriminan en función de la religión que practicas. Pero el estómago occidental no está preparado para nutrirse con la caridad sij porque corre el riesgo de purgar sus culpas durante el resto del viaje.
Grupos de sij con sus característicos turbantes y bigotes bebían y se purificaban en un vasto lago bendito antes de acceder al corazón del templo, donde veneran el libro sagrado. Sus largas cabelleras, barbas y bigotes que nunca pueden cortar y guardan en sus peculiares turbantes son una de sus singularidades. Sin embargo, tras el asesinato de Indira Gandhi por un sij de su guardia personal, se desató una ola de violencia por parte de los hindúes y para huir tuvieron que rasurar su pelo delator y despojarse de los turbantes.

Restaurante India Acent

Se trata de un pueblo emigrante, un poco parecido al griego, y por eso se pueden encontrar sijs en cualquier parte del mundo. Son muy trabajadores y prósperos. Algunos sectores de la economía India están en sus manos, como por ejemplo el transporte y la logística. Muchos camioneros y taxistas son sij. De hecho, el chófer del Ambassador que nos llevó al restaurante Acent nos esperó fielmente hasta que terminó nuestra cena. Acent es un restaurante de cocina india puesta al día que ocupa el puesto 77 de los mejores establecimientos del mundo según la revista The Restaurant. Me sorprendió gratamente el excelente montaje, la profesionalidad del servicio en sala y la cuidada elaboración de sus platos, donde destacan el exotismo de las Colmenillas de Cachemira rellenas de pollo, pimienta rosa y curry malai, los sabrosos Langostinos gigantes con bacon y wasabi, y el especiado Cangrejo rebozado en salsa de coco, sin olvidar su apreciado pan (nam) con mantequilla, ajo, queso o menta.

La inspiración del Taj

Antes de nuestra merecida cena todavía pudimos disfrutar de una de las maravillas monumentales que posee Delhi: la Tumba de Humayun, que inspiró el Taj Mahal y es patrimonio de la Humanidad. Se trata de una de las primeras muestras de arte mogol, un complejo de arte funerario con mezquitas, construido en arenisca roja con incrustaciones en mármol blanco y negro, de equilibrada belleza. Y también del travieso Minarete de Qutub, que tratándose del primer monumento musulmán edificado en Delhi, les jugó una broma de mal gusto, ya que para su construcción utilizaron mármol de un templo sij anterior y taparon con estuco las esculturas femeninas, que con el tiempo han vuelto a ver la luz al haberse erosionado el perecedero material que las cubría.

De regreso al hotel, sorprenden las elegantes y cuidadas avenidas diseñadas por los británicos en el epicentro de la nueva Delhi, con sus solemnes edificios gubernamentales como el Parlamento con medio kilómetro de circunferencia, y que tuvieron que abandonar sin apenas estrenar al concederles la independencia.

La ruta Delhi-Calcuta

Abandonamos Delhi bajo su bruma de polución. Tomamos la autopista hacia Jaipur, muy transitada por camiones que hacen la ruta Delhi-Calcuta. A lo largo del trayecto, se extienden cultivos de mijo y maíz. Aparecen chabolas diseminadas donde malviven los trabajadores de las zonas industriales. Hay escombros, desechos y casas en ruina que han sido derruidas por edificarse de manera ilegal en terreno público. En medio de ese paisaje decadente de detritus, aparecen feraces tierras de algodón y mostaza. Rajasthán es una provincia rica. Aparte de su variada agricultura, también produce lana, mármol, cal y gas natural. A lo lejos se divisa una cadena montañosa que divide la región en dos partes; una de ellas acoge un desierto donde se hicieron dos experimentos con la bomba atómica; la otra, más al suroeste, posee incluso una zona de jungla con varios parques naturales que acoge al mítico tigre de Bengala -del que apenas quedan 3.000 ejemplares en todo el país, tras haber sido casi exterminados por las cacerías que organizaban los marajás para los británicos en el siglo pasado-. Ésta y otras selvas de la India contienen el 13% de la jungla mundial y albergan a 65.000 tipos de especies vegetales diferentes.

La naturaleza es sagrada en este país, desde los árboles, pasando por las montañas a las que protegen construyendo templos en sus cumbres para que no sean objeto de canteras, hasta cualquier tipo de animal, en los que los hinduistas creen que pueden reencarnarse.

El tráfico de camiones se intensifica, aparecen decorados como barracas de feria y casi siempre conducidos por sijs, también hay carros tirados por camellos que recuerdan el desierto cercano y motos que soportan el peso de los cuatro miembros de la familia -el padre siempre conduce y la mujer sentada en la parte de atrás de medio lado como una jinete de tiempos pretéritos sostiene en su regazo a un bebé, y en el medio otro hijo-. Entre la basura de la cuneta, lo único que resurge limpio son los puestos de frutas. Plátanos, mangos, papayas, manzanas y cocos se revelan relucientes entre tanta cochambre.

Los hombres dispersos orinan en cualquier sitio, otros lavan sus intimidades con agua de los pozos y otros grupos se acuclillan para charlar y tomar té. Las mujeres sin embargo nunca están ociosas, transportan pesados bultos sobre sus cabezas seguidas de varios niños o las ves brotar en los campos de cultivo como flores exóticas. Se las vislumbra a gran distancia por sus llamativos saris de colores con espejos bordados que destellan el sol ardiente. Esa prenda que tuve la oportunidad de ponerme guiada por manos expertas dada la dificultad de acomodar seis metros de tela con un solo nudo a la cintura, multitud de pliegues y suspendida en el aire como si fuera un milagro, que logra cubrir prácticamente todo el cuerpo, incluida la cabeza.

Las vacas sagradas

De pronto emergen grandes rebaños de vacas que vuelven de hacer su trashumancia particular. Regresan de los pastos del oeste más abundantes en invierno para retornar hacia el este, hacia el Ganges, que renace con el monzón. Vienen con sus terneras y son guiadas por pastores. Pero a lo largo del camino, brotan en cualquier parte, cruzan la carretera, se recuestan en la mediana, comen en la basura de las cunetas. Apenas si las puede pitar porque son sagradas. Son las vacas sagradas de la India. Si un conductor atropella a una, además de pagar la indemnización correspondiente a su propietario, debe ir a purificarse al Ganges para lavar su culpa. A la vaca se la considera una de las cuatro madres de los indios. Las otras tres son la madre biológica, la India como país y el Ganges.

El origen mitológico de este animal estriba en que era el aliado perfecto para cruzar protegido el río de la muerte lleno de alimañas si te agarrabas a su rabo. La explicación más lógica es que aportan varios productos necesarios para la supervivencia de un pueblo sobre todo rural, como la leche para alimentarse, los excrementos para construir casas y protegerlas del sol y el metano como energía. Lo cierto es que aunque durante el viaje estuvieron a punto de provocarnos varios accidentes, en el bullicio ensordecedor de las ciudades agradecí su mirada serena que atemperó mi aturdimiento.

Amber y los elefantes

Llegamos a Amber. La que fuera capital en el siglo XII conserva un grandioso fuerte que se visita a lomos de elefante. La ascensión a la solemne fortaleza resulta insólita. La subida de sincopado balanceo a lomos de uno de los animales más imponentes del planeta me entristece. Miro desde mi posición privilegiada su majestuosa cabeza debajo de mí y veo sarna tras sus enormes orejas. Desvío la mirada hacia la impresionante fortificación construida entre los siglos XVII y XVIII y la trompa del paquidermo se venga de mi soberbia salpicándome con su abundante saliva. Enjugo mi osadía y casi agradezco esa ducha de baba para contrarrestar el aire ardiente.

El elefante es uno de los dioses más simpáticos y queridos de la mitología hinduista. Siempre fue símbolo de poder y riqueza y en la antigüedad fueron utilizados por los marajás durante las contiendas bélicas.

A estos señores feudales que disfrutaban de enorme lujo, como solo se puede concebir en Asia, además de los elefantes, también les gustaban los automóviles de alta gama. Cuenta la leyenda que un marajá viajó a Londres y un día dando un paseo quiso comprar un Rolls Royce, pero en el concesionario no le creyeron al verle ataviado a la antigua usanza. Entonces se fue y mandó a su secretario vestido con ropa occidental y compró el coche. Se lo llevó a Rajasthán y lo utilizó como medio de transporte para tirar la basura de todo el pueblo. Cuando el incidente llegó a oídos de la prestigiosa marca de automóviles, un directivo de la compañía viajó a la India para pedirle perdón personalmente y rogarle que dejara de tirar los desperdicios en el Rolls a cambio de entregarle otro nuevo de regalo.

El Fuerte Amber conserva vestigios persas en el diseño de sus bellos jardines y características de la arquitectura mogol en las lujosas estancias palaciegas, cuyas paredes son una impresionante muestra del arte de los artesanos con el estuco, el mármol y sus incrustaciones de piedras semipreciosas, papeles de colores y espejos; y las celosías con sus juegos de luces y sombras, desde donde las mujeres podían mirar sin ser vistas. Mientras nos perdemos entre las columnas de la sala de las audiencias para huir de la incandescencia del impresionante patio exterior, los monos se divierten con los turistas.

El ocaso de la ciudad rosa

Jaipur nos recibe con la marca de su decadencia iniciada tiempo atrás. Apena ver la degeneración de una ciudad que un día fue próspera gracias al impulsó de un marajá que tras su fundación en 1727 la convirtió en un centro de riqueza al atraer a los grandes joyeros del país y al beneficiarse de su ubicación privilegiada en plena ruta comercial de las especias, seda e incienso. El deterioro de sus bellas construcciones rosadas así lo atestiguan. Cuesta comprender qué hizo claudicar a sus gentes para empañar con la inmundicia actual tanto esplendor.

Un buen ejemplo de suntuosidad pretérita son el Palacio de la Ciudad y su museo, que con una excelente mezcla de arquitectura rajasthaní y mogol, todavía aloja a un ex marajá; y el Palacio de los Vientos, una construcción gloriosa de fachada piramidal de ventanas colgantes, celosías y cúpulas.
La grandeza de los antepasados de los casi dos millones de habitantes de Jaipur se observa también en un lugar mágico, de arquitectura futurista, construido por el emperador Jaiden Singh, un amante de la astronomía, que edificó lejos del bullicio el espacio ideal para medir las respiraciones en que se calculaba el tiempo. Extrañas formas de arenisca conforman el observatorio astronómico para situar la posición de las estrellas o calcular eclipses.

Nada más dejar el Jantar Mantar, el estrépito asalta mis sentidos, el bullicio abarrota las calles de Jaipur. El olor a putrefacción se mezcla con el aroma de las flores que venden las mujeres en las aceras. Las especias perfuman la atmósfera de fragancias exóticas, los vahos de té se pierden de nuevo en la pestilencia de los orines y en la fetidez de los excrementos. Motos cochambrosas y vehículos de hojalata sortean a las vacas que pastan entre la basura. Los hombres escupen en la calle y mean en las esquinas. Emanan olores de buñuelos fritos en calderos herrumbrosos. Respiro despacio mientras mi piel de derrite bajo un sol hiriente.

Fatehpur Sikri

A la mañana siguiente iniciamos viaje hacia Agra, pero antes hay una parada obligada para visitar Fatehpur Sikri, formidable ciudad de arenisca roja mandada construir en el siglo XVI por el emperador Akbar en agradecimiento al milagro obrado por un sufí que le vaticinó su primer hijo. Durante 16 años fue una de las ciudades más sobresalientes del mundo, pero luego fue abandonada por falta de agua. Sin rastro de sus solemnes habitantes, ahora solo quedan sus magníficos edificios cuyas estancias vacías se impregnan de orines de sus cuidadores. Entre todas las construcciones, destaca la tumba del santo Salim Chishti de mármol blanco adornado con perlas y piedras de lapislázuli y topacio.

Seguimos nuestro periplo durante varios kilómetros. Atravesamos un par de peajes, cuya inmundicia y suciedad petrificada contrasta con las hojas brillantes de los arboles Ashok muy utilizados en la India para ornamentar paseos y ciudades.

A mitad de camino paramos en un parador de carretera para almorzar. Nuestro guía se empeña en pedirnos siempre algo de carne, aunque la alimentación de los indios es prácticamente vegetariana. Y no me extraña porque con el calor asfixiante de este país es difícil comer otros alimentos. Los platos son muy sabrosos por el uso abundante de especias, a los que acompañan con arroz basmati y pan (nam) con mantequilla, queso o ajo, siempre recién hecho. Me encanta cómo preparan las lentejas con curry, cardamomo y clavo. Me relamo con los platos de curry, bien sean de verduras o de cordero, porque abrasan con pasión los labios. Y cuando hay guisantes con queso de búfala, siempre pido un poquito.

Agra

Agra nos sorprende embadurnada de su sórdida miseria. Es un basurero de un millón y medio de habitantes. Un estercolero de aguas estancadas, cuyo hedor fétido se cuela por las rendijas del coche. Los bueyes retozan en el barrizal mientras los cerdos husmean entre el lodo y los escombros. Los niños de las chabolas semidesnudos y llenos de berretes nos atraviesan con sus miradas pintadas de khol que sus madres les decoran para ahuyentar el mal de ojo. Parecen ajenos a tanta impudicia aunque sus pies descalzos se paseen entre la cochambre.

De pronto el automóvil se detiene y lo veo a lo lejos. No puedo esperar ni un minuto más. Sigo al guía que asciende por una montaña de escombros al lado de la cuneta. Detrás hay una acequia que es preciso saltar para acercamos al río Yuma y tener una perspectiva mejor del monumento erigido al amor para convertirlo en la esencia de la perfección arquitectónica. Es el Taj Mahal. Cuánta pureza en medio de tanta inmundicia. Para acrecentar la magia, un enorme rebaño de búfalas emerge del río. Tenemos que dejarlas paso para que no caigan en la acequia. Esta escena pastoril contrasta con el ruido ensordecedor de la carretera cercana. Huele a lodo fluvial y a excremento de rumiante.
Hasta la mañana siguiente no está prevista la visita a uno de los pocos monumentos construidos por amor. Tengo tantas ganas de verlo de cerca que no sé si podré aguantarme.

Sin embargo, al llegar al hotel tengo una inesperada sorpresa. Desde mi habitación la panorámica no puede ser mejor. Me siento en la terraza y veo morir el día con el sol difuminando los contornos del Taj Mahal mientas entre el sonido del muecín que llama a la oración se cuela el graznido romántico de dos pavos reales que desde su atalaya privilegiada de un gran árbol observan esta sublime belleza. Respiro hondo y del jardín asciende el aroma de los jazmines. El calor afloja un poco cuando el sol se esconde tras la tierra tórrida. Gemiría si en este momento el cielo descargara una tormenta monzónica sobre mi piel ardiente.

Fuerte Rojo

El día amanece incandescente y entre la canícula del Fuerte Rojo y la algarabía ensordecedora de las calles mi cabeza entra en combustión. Tenemos que retrasar la visita al Taj Mahal porque la llegada de varios mandatarios internacionales lo mantiene cerrado durante la mañana. Aprovechamos para ver el impresionante Fuerte de Agra mandado construir en el siglo XVI por el emperador Akbar, que nace como una edificación militar para luego ampliarse a palacio. Sus sólidas murallas de 20 metros de espesor se extienden a lo largo de dos kilómetros y medio y sirvieron también de cárcel para el emperador Shah Jahan, cuando fue derrocado por su hijo. Shah Jahan, artífice del Taj Mahal, tuvo que conformarse con la contemplación de esta maravilla plena de finura y gracia, cuando su deseo hubiera sido construir otro mausoleo para él en mármol negro a modo de negativo del Taj.

Taj Mahal

Probamos la férrea seguridad del ejército indio para acceder al Taj Mahal. Nos cachean de arriba abajo, revisan nuestras pertenencias y se quedan con un paquete de chicles porque no se puede introducir comida en el recinto. Atravesamos el elevado pórtico de arenisca roja con inscripciones del Corán y ahí está. Me detengo. Me quedo sin aliento. Avanzo despacio hacia la barandilla para enfocar mi mirada hacia tanta belleza y abstraerme de la muchedumbre. No decepciona. Es la obra más hermosa de la arquitectura mogola, mezcla de arte persa, islámico, indio y turco. Su inspiración romántica realza su hermosura. Fue mandado edificar por el emperador Shah Jahan desolado por la muerte de su esposa Mumtaj cuando iba a dar a luz a su catorceavo hijo en 1629 para que le sirviera de tumba. El equilibrio perfecto logrado entre el mausoleo coronado de una nívea cúpula y la conjunción de sus cuatro minaretes se ve sublimado por el mármol blanco horadado de finas filigranas decoradas con piedras semipreciosas en su interior.

Avanzo despacio como hipnotizada, le rodeo varias veces después de salir de las tumbas y me detengo un rato cerca del río. El sol todavía quema al final de la tarde. Pronto la luz perderá su brillo y los últimos destellos volverán rosadas las curvas lechosas del Taj Mahal. Me siento con las piernas cruzadas en el basamento marmóreo y percibo en un plano inferior las dos mezquitas idénticas de arenisca roja que también forman parte del complejo. No quiero volver de mi ensoñación. La luz pierde fuerza y se acrecientan las sombras. Ahora destacan más los saris de llamativos colores de las mujeres indias. Miro a la gente sentada a mi lado o paseando alrededor del Taj. Es una buena muestra de la variedad de etnias y razas que alberga la India. Este es el monumento más visitado del país y solo el 3% del turismo de la India es extranjero, algo que también veo reflejado en la multitud fundamentalmente autóctona.

Me observan con extrañeza. Los hombres me curiosean. A las mujeres tras examinarme con detenimiento, las sonrío. Llevo varios días en la India y he asumido que la rara aquí soy yo. De pronto unas jóvenes con saris muy bonitos se acercan entre risas y me piden que si puedo hacerme una foto con ellas. Les resulto exótica. Acepto encantada y me rodean mientras otra mujer nos hace una instantánea de grupo. Permanezco sentada mucho rato, ensimismada con esta filigrana de pureza y con la entretenida multitud que lo circunda una y otra vez. Rompen mi éxtasis los guardias que llaman para que vayamos desalojando el recinto. No me quiero ir. Me tiene absorta tanta belleza. Camino hacia el estanque. La luz ha perdido su fulgor en la tarde que agoniza y el Taj Mahal nos regala su imagen reflejada en el estanque del jardín que le precede. Cierro lo ojos para conservar esta metáfora en mi memoria.

Un viaje en tren

Al día siguiente se incrementa la emoción de nuestro viaje porque tomamos un tren hasta Orcha, un complejo de numerosos templos y edificios palaciegos que conservan curiosas pinturas murales del ideario mitológico hindú. Había leído que ir a la India y no viajar en tren era perdiese una parte esencial del país. Aunque sus habitantes solo reconocen como positivos legados de la colonización británica el idioma y el té, una buena parte de los 65.000 kilómetros de ferrocarril que recorren la India también es herencia inglesa. Y resultaron clave para la consolidación de la India como nación. Es una de las mayores empresas de este subcontinente que cuenta con un ministerio propio.

La estación de Agra es un microcosmos en sí misma, donde estampas del pasado cobran vida. El maletero transporta nuestro equipaje solícito con la seguridad de ser el dueño del lugar y nos guía hasta el andén. Hay grupos de personas sentadas, otras durmiendo en el suelo. Varios mendigos llaman mi atención. Soy una turista occidental y llevo grabado en mi piel blanca el símbolo del dinero. Una mujer llena de mugre lleva a su bebé adormecido en los brazos. Un leproso que ha perdido varios dedos de las manos se acerca para pedir, otro sin piernas sobre una tabla de pequeñas ruedas se arrastra hasta mi lado. Una intocable renegrida por la roña traslada con una escoba de paja la porquería de un lado a otro y a veces lo tira a la vía, por donde aparecen varias ratas.

Vendedores de comida vociferan sus productos. Otro mendigo se ofrece a arreglar mi maleta que está descosida. Insiste porque desconoce que en occidente ya no se arreglan las cosas, directamente se compran otras nuevas. Mientras hago esa reflexión estoy a punto de negociar el precio para reparar la valija, pero llega el tren. Aparentemente los asientos de primera clase están limpios, aunque evito ir al lavabo. El paisaje desde la ventanilla es onírico. Llanuras cultivadas de terreno fértil y ríos cada vez más caudalosos. Grandes extensiones inundadas por la acción del Monzón. Atravesamos una campiña parecida a las Médulas de León, donde todavía persisten bandas de forajidos a modo de bandoleros. Me cuentan que en una ocasión una mujer fue violada por más de 20 hombres. Tras el brutal ultraje,  decidió escaparse con estos ladrones y un día regresó a la aldea del suceso y ajustició a cada uno de sus abusadores.

Los jainistas

De vez en cuando aparecen en el horizonte templos jainistas que coronan pequeñas montañas. Es una religión que apenas profesa el 1% de la población. Suele ser un grupo social rico. Respetan hasta lo insospechado la naturaleza, tanto es así que los más ortodoxos se tapan la boca con una gasa para no dañar a las bacterias del aire. A sus muertos no les entierran ni les incineran, sino que les ponen en lo alto de una torres circulares llamadas del silencio y les dejan que se les coman las alimañas, porque creen que deben volver a formar parte de la naturaleza y retornar de nuevo a su seno.

Nuestro viaje en tren termina y volvemos al automóvil para visitar el formidable Fuerte de Orcha, que incluye tres palacios edificados en 1606. Escribo estas líneas durante el trayecto por carretera que más parece un videojuego consistente en ganar puntos por cuantos más obstáculos consigas sortear. Aparecen baches, vacas, búfalas, camellos, cabras, perros, transeúntes, motos, coches, rickshaws, camiones, autobuses… de pronto, de frente, de lado… sin parar. Según incrementamos nuestra pericia, así aumenta el grado de dificultad del juego. De todas formas, el guía se duerme y yo aprovecho para tomar unos apuntes con una confianza que a mí misma me asombra. Solo un pitido estridente o un frenazo más brusco de lo normal me sacan de mi ensimismamiento. Es como si yo formara parte de videojuego. No me alterno, sigo tranquila. Se nota que ya llevo seis días en la India y el enfoque de mi mirada se ha ido ampliando. Pese a todo, doy gracias por llegar sana y salva a Khajuraho.

El sexo petrificado

Khajuraho simboliza el sexo como forma de entender el mundo, el sexo como principio del universo. Fundados entre los siglos IX y X por la dinastía Chandela, los 22 templos de Khajuraho de los 85 que se construyeron recogen las corrientes filosóficas del tantrísmo, donde el asceta consigue la transmutación de la energía con diversas prácticas, entre otras los rituales de unión sexual. Se trata de un sitio mágico que se mantuvo intacto hasta su descubrimiento en 1840 por el ingeniero británico T.S. Burt.

Es uno de los lugares más gloriosos e impactantes de la India que nadie debería perderse. Son templos de gran armonía y hermosura en sus maneras arquitectónicas en forma de pirámide, pero sobre todo destacan por la calidad de sus esculturas desde dioses, guerreros, bailarines y bestias. Es el monumento al erotismo más perfecto jamás creado. Algunas de sus imágenes se hacen eco de las múltiples posturas que recoge el tratado de arte erótico Kamasutra, escrito por Vatsyayana. Sus conjuntos escultóricos y bajorrelieves recogen escenas de orgías, sexo homosexual e incluso zoofilia.

Es el sexo petrificado, es un canto al erotismo de cuerpos perfectos y formas voluptuosas, es un poema al goce de los sentidos con posturas contorsionistas de exquisita belleza, es el arte de lo sensual para alcanzar lo espiritual.

Benarés

Y cuando parecía que ya nada más podía sorprendernos, llegamos a nuestro destino final. Ahí estaba, Benarés una de las ciudades más antiguas del mundo, habitada desde hace más de 3.000 años; la capital más sagrada del país, tanto para hinduistas, como para jainistas y también budistas, no en vano a pocos kilómetros se sitúan las Estupas donde Buda dio su primer sermón; la urbe de los mil templos. Construida a orillas del río Ganges en honor del Dios Siva, está habitada por dos millones y medio de personas.

A Benarés se la ama y se la odia, te atrae y te repugna, te hipnotiza y te zarandea, te fascina y te atormenta, te apacigua y te quebranta.
Me habían advertido: “En la India verás lo mejor y lo peor de este mundo”, y lo comprobé al llegar a Benarés. Me habían precavido: “Cuando viajes a la India, estarás preparada para ir a cualquier parte y conocer cualquier cosa”. Ahora puedo afirmar que jamás había visto nada parecido en ningún lugar del mundo. La India es diferente a todo lo que conozco. Me habían anunciado: “En la India están todos los colores del planeta”. Y yo añadiría que en Benarés puedes imaginar la visión de los que aún están por llegar.

El demiurgo de la India

En Benarés habita el demiurgo de la India, el principio activo de este mundo complejo que conjuga el fervor espiritual con la inmundicia humana. Imágenes que parecen sacadas de Los Caprichos de Goya. Figuras deformadas, criaturas monstruosas, personajes grotescos, despojos humanos, detritus de espantajos, adefesios esperpénticos se mezclan con santones consagrados a la meditación, peregrinos recubiertos de misticismo, mujeres hermosas preparadas para rezar, sacerdotes ataviados para convocar a los dioses. Imágenes del absurdo que reflejan como espejos las miserias de la humanidad; la metafísica convertida en paradigma de existencia habitan las entrañas de Benarés donde la pesadilla se hace realidad y el sueño fascinante cobra vida.

Desbordada a cada paso, siento que me alejo sin remedio de mi universo habitual, se difuminan los contornos de los territorios acostumbrados, me distancio de mi mundo conocido en una desconexión de lo cotidiano que me provoca incertidumbre y desazón. Cada vez estoy más perdida y en esa marabunta que sacude mis tripas, me descubro a mi misma reflexionando sobre mis propios pensamientos.

Invocar a los dioses

El tañido de la campana se cuela entre la percusión monótona de los tambores y me despierta de mi encantamiento. Observo cautivada el ritual de los sacerdotes que invocan a los dioses al caer el sol a orillas del Ganges. En la luz tenue del ocaso, los tonos rosados distorsionan el naranja ardiente del fuego que los sacerdotes hacen ondear en sus lámparas cuando rezan sus plegarias. La letanía se repite una y otra vez y vibra en el interior de mi pecho. Mis pensamientos naufragan sobre el Ganges mientras el perfume de las ofrendas florales y el incienso se mezclan con el olor nauseabundo de un desagüe pestilente que muere entre nuestras piernas. Los tambores hacen temblar el aire denso. Los mantras se enredan con el ulular de la caracola. Cae la noche suave para besar el río.

Regresamos al hotel caminando y el estrépito de las calles atestadas de humanidad me violenta. Todos los matices del ruido ensordecedor se dan cita. La multitud convulsa disputa su espacio en las calles repletas de peregrinos, transeúntes, mendigos, enfermos, vacas, motos, coches, puestos de frutas, de comida, de flores. Un loco subido en un templete se convierte en guardia improvisado dirigiendo un tráfico caótico. Me envuelve un aire hiriente y me gustaría que recayeran sobre mí todas las plagas el monzón. La climatización del hotel apacigua mi cuerpo afiebrado. Esa noche apenas podré dormir con fogonazos de imágenes martilleando mi cerebro.

El río purificador

Nos levantamos antes del alba para ver a los peregrinos purificarse en el Ganges. El hinduismo, religión politeísta que practica el 80% de la población de la India, cree en la reencarnación, que te puede convertir en un insecto o en un miembro de una casta superior en función de cómo te hayas comportado a lo largo de tu vida. Los únicos que logran romper la cadena de reencarnaciones son los sacerdotes y los santones que hayan dedicado su existencia a la meditación (suspensión momentánea de las funciones habituales del pensar y de la acción) hasta lograr el nirvana, un camino directo a la supresión del sufrimiento para conseguir la calma interior. El resto de los mortales deben al menos una vez en la vida purificarse en el Ganges y peregrinar a Benarés.

Todavía está obscuro cuando nos acercamos hacia el río, pero la ciudad ya bulle de actividad. Muchos peregrinos vestidos de naranja se encaminan joviales para bañarse en sus aguas. Hay puestos de flores para las ofrendas y también pequeñas garrafas para llenarlas de agua sagrada del río y llevarlas a los familiares que nunca podrán hacer realidad su deseo más preciado. Hay mujeres que venden ramitas de neem, un árbol antiséptico que utilizan para lavarse los dientes. Veo a los primeros ascetas prácticamente desnudos y recubiertos de cenizas, leprosos convertidos en muñones, viudas harapientas, ancianos esqueléticos, monstruos con deformaciones inimaginables, mendigos que parecen caricaturas de su peor versión, personajes degradados hasta convertirse en fantoches, tísicos, tuberculosos, ciegos, deshechos humanos. Todos acuden a Benarés, la ciudad santa. Para ellos morir a orillas del Ganges sería alcanzar la gloria que nunca rozaron en vida. La mezcla permanente de animales y humanos, hasta casi fusionarse. La presencia impávida de una vaca entre la basura, los perros sarnosos y tiñosos lamiéndose el sexo en carne viva. La evidencia de la muerte rodeada de vida.

Procesión de peregrinos

Formamos parte de una procesión que desciende a uno de los 84 ghats (escaleras) que se suceden a lo largo del río. No podemos navegar en barca porque por fin el Monzón hizo acto de presencia desbordando el Ganges. Sus aguas enlodadas y turbias se arremolinan peligrosas. Saltamos de barca en barca atracadas frente a los ghats completamente inundados. Los peregrinos se agolpan mientras se desnudan y dejan sus ropas a los sacerdotes sentados bajo sus parasoles de bambú antes de sumergirse en el río hasta la cintura y comenzar sus abluciones matinales. Levantando sus brazos a modo de súplica, rezan y dan la bienvenida al sol, ofrecen flores e incienso, se zambullen varias veces y beben el agua pestilente. Amanece y la luz del alba convierte la superficie procelosa del Ganges en un río de plata. El sol ilumina la fachada fluvial de la ciudad y corona de brillo la cúspide de algunos templos que la crecida no ha cubierto del todo. Es un instante mágico. Los peregrinos sienten esa catarsis que anhelan para no seguir reencarnándose, su fervor convierte el agua infecta del Ganges en un brebaje sagrado que les transmite una energía unívoca. Cielo y río se abrazan.

Salimos del Ghat, abriéndonos paso entre la multitud. Los cuerpos mojados de los peregrinos rozan mi piel y el Ganges me purifica a mi pesar. Una vaca sagrada avanza parsimoniosa hacia el río. Miro al suelo para ver por donde piso, en la India la variedad de desperdicios es innumerable. De pronto, del quicio de una ventana salta un perro que ha perdido media piel por la sarna y roza mis pantalones. Me encojo y cierro los ojos con fuerza. Andamos despacio hacia el templo dorado, el lugar más sagrado para los hinduistas y uno de los más protegidos porque ha sido objeto de varios atentados terroristas. Pasamos un arco de seguridad y nos cachean. Nos impiden introducir móviles y bolsos y eso que solo podemos acceder a una zona alejada donde desde la distancia se ve la cúpula de oro transitada por monos.

El laberinto

Seguimos por el laberinto de la ciudad vieja. Apenas son las ocho de la mañana y hay mendigos y ancianos durmiendo en las aceras. Las callejuelas se estrechan tanto que no permiten el tráfico de coches. Una vaca husmea en un montón de basura no acta ni para alimento de los animales. Hemos dejado lejos el estrépito ensordecedor de la agitación urbana y aquí, entre la mugre y las sombras de los callejones coronados por marañas de cables eléctricos, la pobreza desgarradora es más evidente si cabe, la miseria duele más. Los intocables, los desamparados se arrastran entre los deshechos que riegan cada centímetro de acera, mientras los perros sarnosos de la India lamen sus heridas y rascan sus pulgas y el Dios hermafrodita Siva es venerado en cada hedionda esquina. Me pica todo el cuerto.

La muerte y el fuego

 Llegamos a los crematorios y reconozco el olor a barbacoa que se mezclaba con el incienso durante las abluciones de los peregrinos. Hay tres piras de leña en cuyo interior arden tres cadáveres. En una de ellas se ve perfectamente la cabeza y parte del cuerpo. Las familias asisten en silencio a la ceremonia hasta que culmina con las cenizas en el Ganges. Los hinduistas incineran a sus muertos con solo cuatro excepciones: los niños menores de diez años, las mujeres embarazadas, los sacerdotes y santos y los que han sido mordidos por una serpiente. A estos les tiran al Ganges, lo mismo que tienen que hacer las familias más pobres cuando no tienen dinero para los 300 kilos de leña necesarios para las piras. El calor es insoportable y el olor mareante. Las pavesas ascienden al cielo que también abrasa. No se pueden hacer fotos y lo agradezco. Aún así esas imágenes están grabadas por siempre en mi retina.

Cuando llego al hotel, me meto debajo de la ducha y permanezco absorta mucho rato jabonando mi cuerpo. ¡Qué ingenua! Tengo este país tatuado en mi piel.

Las miradas de la India

En la India no existe el anonimato, eres auscultada a cada paso. Nunca me han mirado como lo hacen los indios. Mis párpados perplejos se resignan ante miradas que hieren, queman, desnudan, examinan, cuestionan, sacuden, anhelan, conjuran. Percibo miradas habitadas de miedos y deseos; ojos encendidos, condenados a mirar sin respuesta; visiones de cristal obscuro llenas de sombras; miradas de destellos, otras perdidas, miradas de olvido.

Hay miradas inocentes de niños pintados de khol para protegerse del mal de ojo, son miradas quebradas, frágiles, desnudas. Hay otras de vida tras las pestañas de las mujeres. A ellas siempre las regalo una sonrisa y ellas me la devuelven llena de candor.

Las contradicciones del crecimiento económico

Para un occidental, el contraste es tan brutal cuando viaja a la India que cuesta mucho asimilar este país sin caer en los prejuicios. ¿Quién puede poner en cuestión los modos de entender una civilización milenaria? ¿Quién puede criticar a la ligera una cultura de cuya filosofía bebieron los presocráticos?

Tenemos que desterrar la idea de que la India es un país subdesarrollado. Se trata de un subcontinente multicultural, de la mayor democracia del mundo, con una población de 1.200 millones de habitantes que pronto superará a China. A sus gobernantes hay que reconocerles el mérito de haber conseguido crear de la nada un país que no existía como tal, tras lograr la independencia de los ingleses; aunando los intereses de más de 550 reinos de marajás enclavados en la época feudal. Los indios se sienten orgullosos de su origen ario, de que todos los idiomas indoeuropeos procedan del Sánscrito, de su industria textil, tecnológica, outsourcing, farmacéutica, su sector de automoción, su factoría cinematográfica con Bollywood, de poseer la bomba atómica, de que muchos de sus ingenieros trabajen en la NASA, Microsoft, Google y Apple.
Nuestro guía presumía incluso de su tolerancia y carácter pacífico y añadía: “Las tres glorias de la India son el Himalaya, el Ganges y sus gentes”. Pero pese a su machismo, él sabía igual que yo que la India nunca alcanzará su pleno progreso hasta que desaparezca en la práctica el sistema de castas y se elimine la discriminación de la mujer.

El hinduismo, más que una religión, una forma de vida, respalda el sistema de castas, fundamentalmente cuatro (sacerdotes, militares, comerciantes e intocables) que te encasilla en un estatus social que te impide progresar, sobre todo a los integrantes de la casta más baja, que son los que realizan los trabajos más denigrantes, que nunca reciben la solidaridad y caridad de sus congéneres porque interferirían en su karma y les provocarían un gran perjuicio, al impedirles renacer en una casta superior. Por eso al hinduismo se le llama la religión sin compasión.

La situación de la mujer

La otra gran lacra social es la situación de la mujer, las niñas son malditas desde su nacimiento, tanto es así que el infanticidio se popularizó durante un tiempo en la India rural. Y luego, cuando fue perseguido por Indira Gandhi (que llegó a ser presidenta del país), las dejaban simplemente morir de hambre. La mortalidad infantil femenina duplica a la masculina. La causa, la obligación social de arreglar el matrimonio y cumplir con la dote de las hijas que suele ser la ruina de la familia y que puede llevar al asesinato de la mujer por parte de su marido, normalmente en los fogones de la cocina para que parezca un accidente, si la familia no puede hacer frente a la deuda. Si sobrevive a todas estas vicisitudes y enviuda, no se puede volver a casar y tampoco regresar a la casa de su padre. Así es que si su hijo mayor la repudia, acabará convirtiéndose en una mendiga de sari blanco que decoran muchas ciudades de la India, a no ser que para evitarlo decida inmolarse en la pira del marido bajo el rito del sati, que todavía se practica.

Jaipur         
The Oberoi Rajvilas
Dirección: Goner Rd, Paldi Meena, Jaipur,
Rajasthan 302031, India
91 141 268 0101
www.oberoihotels.com

Agra 
The Oberoi Amarvilas
Taj East Gate Road, Agra, Uttar Pradesh 282001, India
91 562 223 1515
www.oberoihotels.com

Khajuraho
Lalit
Opposite Circuit House, Sevagram,
Khajuraho, Madhya Pradesh 471606, India
91 76862 72333
www.thelalit.com

Benarés
Nadesar Palace
Nadesar Palace Grounds, Raja Bazar Rd,
Nadesar, Chaukaghat, Varanasi, Uttar
Pradesh 221002, India
91 542 666 0002
www.tajhotels.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Información sobre la protección de datos:
· Responsable de los datos: Ediciones La Meseta, S.L.
· Finalidad: Enviar un comentario
· Derechos: Tienes derecho a acceder, rectificar o suprimir los datos, así como otros derechos como es explica en la política de privacidad.
· Información adicional: Puedes consultar la información adicional y detallada sobre la protección de datos aquí.

Noticias relacionadas

Pilar Akaneya.
Leer más

Japón grabado a fuego

Por: Luisa Alcalde, socia fundadora de Castilla y León Económica
La carne de Kobe de máxima calidad es el estandarte del Restaurante Pilar Akaneya, donde las brasas son las protagonistas de una experiencia culinaria que oscila entre el ritual y la ortodoxia gastronómica del país del sol naciente
Ir al contenido